A orillas de un camino de arena rojiza y lodo se encuentra el cultivo de coca de James Murillo. Apenas una hectárea de plantación ilícita que sobrevivió a la erradicación forzosa del Ejército colombiano y con la que Murillo, líder comunal y campesino cocalero, sustenta a su familia desde hace casi veinte años. «Y no solo mi familia, también la familia de los raspachines, las cocineras, el de la tienda donde se compra el mercado…», enumera.
El paisaje que se vislumbra hasta llegar a la plantación desde municipio de Calamar, en sur del departamento del Guaviare, son campos deforestados, kilómetros de pasto para la ganadería y un fuerte abandono estatal reflejado en la precariedad de las vías o la falta de electricidad constante en las pocas casas de madera de las veredas. «El Gobierno decía que no podía intervenir en estas zonas porque estaba la guerrilla de las FARC. Hoy en día tienen unos Acuerdos de Paz, ya no hay guerrilla, uno que otro disidente, y al igual el Gobierno aquí no invierte», se queja.
«El programa PNIS fue un fracaso»
Murillo fue desplazado hace décadas del departamento del Chocó, en el noroccidente de Colombia, y llegó como colono hasta el Guaviare. Nunca se acogió al Programa Nacional de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito o PNIS, fruto de los Acuerdos de Paz entre el Gobierno colombiano –entonces liderado por el expresidente Juan Manuel Santos– y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). «No me quise acoger al programa porque vi que no era muy viable ni satisfactorio viendo que ya en otras zonas donde se implementó el PNIS fue un fracaso y un total incumplimiento».
Desde la parte trasera de la camioneta señala hacia el verde horizonte y recuerda que hace pocos años todos esos pastizales eran largos campos de coca. Pese a estar en una región amazónica apenas hay bosque ni selva, solo árboles caídos y pequeños focos de incendios provocados para facilitar la deforestación.
«Más que todo la ganadería fue una de las cosas que el mismo Gobierno nos incentivó a los campesinos para que dejáramos la coca. Hoy en día, al ver el foco de deforestación, nos están diciendo que no. Al paso que vamos nos va a tocar volver a sembrar coca», critica Murillo, indicando cómo diferencian las fincas de los grandes terratenientes con el color de los posters que sujetan el alambrado. Vender pasto para el ganado, dice, es el nuevo y más lucrativo negocio en la zona.
La deforestación masiva continúa incrementando
La deforestación masiva se ha incrementado exponencialmente desde la desmovilización de las FARC y este corredor biológico, rodeado de reservas naturales, como la Serranía de Chiribiquete, está entre los diez municipios de Colombia con más focos de deforestación. Solo en 2019 perdió casi 6.000 hectáreas de territorio protegido. «Para que una familia de diez pudiera sobrevivir de la coca se necesitaban apenas dos hectáreas de monte tumbadas, para que esa misma familia subsista del ganado se necesitarían 200 hectáreas de pasto», contesta Pablo Peña, excampesino cocalero, quien intenta concienciar a otros agricultores y ganaderos de esta problemática.
Con la firma del Acuerdo de Paz en 2016 llegaron los ecos de esperanza a la ruralidad colombiana. Se suponía el fin de más de cinco décadas de conflicto, que dejó unos 220.000 muertos, miles de desaparecidos y desplazados internos. Esa ilusión la tuvo Pablo y millones de colombianos más: «Cuando se hace el Acuerdo de Paz sentimos esa tranquilidad de que iba a haber un cambio».
Los más afectados por el conflicto creyeron en esa transformación de país que conllevaría la paz, enfocada también en acabar con las desigualdades históricas y un abandono estatal endémico.
Fue el anhelo de miles de familias de una vida ajena a la ilegalidad de los cultivos de coca, hasta entonces el principal sustento de la mayoría de personas de esta región. Desde el taxista hasta el panadero del pueblo, todos se lucraron en algún momento del negocio de la coca y no tienen reparo en contarlo. Incluso, hace pocos años, cuando el dinero en efectivo escaseaba en la zona, la pasta base de coca servía como moneda de cambio para hacer mercado. «Podías cambiarla por ropa, cerveza, arroz».
«Una total mentira»
Cinco años más tarde, en las veredas más remotas –donde la presencia del Estado sigue siendo tenue y se fortalecen las disidencias y otros grupos armados que se lucran del negocio de la droga– sus habitantes se sienten engañados. «El Gobierno actual ha sido contrario a los Acuerdos de Paz (…) las crecientes desigualdades han afectado más al campesino, cuando el campesino es el que sostiene las ciudades», interviene tímidamente Luis Eduardo Vaca, también campesino excocalero originario del municipio de Calamar.
Su proyecto productivo a cambio de la erradicación de su pequeño cultivo de coca era sembrar cacao y «cultivar peces», pero han pasado los años y la única ayuda recibida fue un salario mínimo mensual durante el 2017, unos 12 millones de pesos. Ahora sobrevive como jornalero trabajando en fincas «pero lejos de la coca, porque si vuelvo a cultivar o raspar coca me meten preso».
Unas 99.000 familias, de 54 municipios colombianos, se inscribieron en el programa PNIS –enmarcado en el punto cuatro del acuerdo: solución al problema de las drogas ilícitas– que ofrecía ayudas económicas y subsidios del Gobierno a cambio de que erradicaran voluntariamente los cultivos ilícitos. Según la Oficina de Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNDOC) se han erradicado casi 44.000 hectáreas de cultivos de forma voluntaria y asistida.
El 98% de los campesinos que se acogieron al programa han cumplido en la erradicación voluntaria, pero –cuando se cumple un tercio del plazo de quince años para la implementación completa del programa– muchos campesinos repiten lo mismo: «fue una total mentira».
«Nos acogimos y lo que sufrimos fue necesidades porque arrancamos la coca, pero no teníamos otro cultivo alternativo a eso. Y de ahí hemos venido mal, mal, porque la única alternativa que llega es la ganadería», resume Peña. Debido a la calidad del suelo, cultivos como el cacao o árboles frutales no llegan a ser productivos y cuando dan frutos «no tenemos forma de sacarlos al mercado porque no hay vías ni medios» por la falta de inversión estatal en los territorios.
Han vuelto a cultivar coca pese a los Acuerdos de Paz
Terminar con la pobreza y las desigualdades en las zonas rurales se suponía parte de los acuerdos, pero está lejos de ser una realidad. «Donde nosotros vivimos solo nos tienen en cuenta para las elecciones, ¿pero lo otro? Ni para la salud ni la educación ni las vías», dice. Sin alternativas viables, muchos como Murillo continúan sobreviviendo mediante el cultivo de coca, que se ha incrementado hasta un 10% en el último año en la región pese a los acuerdos.
«En el momento, en el sector donde estoy el cultivo de coca es una alternativa, porque es más fácil cultivar coca para sacar el producto que no a cultivar plátano o yuca, para sacar al comercio porque voy a tener pérdidas. Vale más la producción que lo que me pagan allá en el comercio», reitera. Según la Oficina de Política Nacional de Control de Drogas de Estados Unidos (ONDCP) Colombia registró 245.000 hectáreas de cultivos de coca el año pasado, frente a las 212.000 hectáreas de 2019.
«Nos ha atacado más a nosotros, los campesinos»
Sin embargo, muchos campesinos que siguen apostándole a la paz han tomado conciencia de la importancia de conservar el medioambiente, puesto que de ello depende su supervivencia. En los últimos años el Gobierno, relata Peña, «nos ha atacado más a nosotros, los campesinos».
Antes de que se formaran organizaciones rurales por la defensa del territorio y el ecosistema «el Gobierno no se preocupaba por eso». «Cuando nos organizamos y empezamos a señalar que la causa de la deforestación es por el abandono estatal y el incumplimiento de los Acuerdos de Paz, nos comenzaron a meter la ley, militarizando y con el plan ‘paz con legalidad'».
Sobre el municipio y su biodiversidad pesan «un puñado de leyes» que impiden a los campesinos deforestar ni sembrar ni tener ganado al ser áreas protegidas. Si bien ya no temen el sonido de las avionetas militares que lanzaban glifosato para erradicar forzosamente los cultivos de coca, temen que el sonido de las motosierras atraiga a la Policía, las denuncias, judicializaciones o desplazamientos por deforestar áreas protegidas.
Paseando entre las matas de coca que apenas les llegan por encima de las rodillas, bajo un sol radiante de medio día, los tres campesinos dialogan sobre las bonanzas que trajo la coca a la región, pero mantienen un silencio incómodo cuando se les pregunta por cómo era la vida cuando la guerrilla era la autoridad en la zona. «Yo no voy a decir nada malo de ningún grupo porque estoy vivo, sobrevivo y eso es mucho», dice Vaca, consciente de que en la zona todavía hay una alta presencia de disidencias de las FARC que nunca depusieron las armas, algo que hace que la violencia del conflicto sea patente en el territorio. «Estamos más tranquilos, eso es cierto», contesta Peña.
Gran presencia de las disidencias de las FARC
Pero la violencia está lejos de desaparecer en el campo colombiano y se ceba especialmente con los líderes sociales y ambientales, campesinos y combatientes desmovilizados: más de 1.200 asesinatos en los últimos cinco años. Esa misma mañana cuatro campesinos fueron asesinados en otra vereda más alejada del municipio, supuestamente a manos de las disidencias, según la organización Indepaz se trata de la masacre número 86 ocurrida en 2021.
Esa noche comenzó a rotar entre las comunidades un panfleto de las disidencias con una amenaza para los habitantes: «decretamos a partir del momento que queda totalmente prohibido el tránsito de cualquier vehículo donde o hacia el sector de La Paz o cualquier otra vereda rural. No queremos ver a nadie circulando por estos lugares (…) cumplan o no responderemos por quienes se atrevan a desafiarnos».
Un poco más lejos de la entrada principal al campo, Murillo muestra el laboratorio –escondido entre altos árboles– donde hasta cuatro veces al mes procesa las hojas de coca para transformar su alcaloide en pasta base de coca, mezclándolas con hasta siete químicos que van desde la gasolina hasta el cemento y el permanganato. Cambia de tema y evita explica quién le compra la pasta base de coca. Según un informe del International Crisis Group: «El grupo disidente de las FARC Frente 1 mantiene un ‘control total’ sobre el cultivo y procesamiento en el departamento del Guaviare, de acuerdo con declaraciones militares».
En el lucrativo negocio de la coca, los estigmatizados campesinos son los más vulnerables y los que enfrentan todas las violencias de una guerra sin fin. Desde los empobrecidos «raspachines» que recogen las hojas (a cambio de unos 50.000-80.000 pesos colombianos al día); los campesinos dueños de la finca que las convierten en pasta base de coca, después llegan «los chichipatos» (a menudo jóvenes del campo pagados por los narcotraficantes y grupos armados) que le compran la pasta y se la entregan a los grupos ilegales.
El cuarto eslabón en la cadena –y el más oculto– los narcotraficantes: disidencias, paramilitares y otros grupos al margen de la ley refinan a base de químicos la pasta gris y la convierte en cocaína blanca que será exportada a Europa o Estados Unidos, entre otros. Murillo vende dos kilos de pasta base de coca por unos seis millones de pesos, poco más de 1.300 euros. En Reino Unido un gramo de cocaína cuesta más de 50 euros.
– James, ¿no tienes miedo que la Policía reconozca el cultivo o te puedan judicializar por esta entrevista?
– No, ellos saben dónde está. No pasa nada.
Cambiar la coca por el turismo
A más de cuatro horas en carro de Calamar, unas dos horas y media de la capital del departamento, San José del Guaviare, se encuentra la vereda de Cerro Azul, convertido en la joya del turismo en la región gracias a las ancestrales pinturas rupestres o el río de colores rosados, Tranquilandia.
Durante los años del conflicto todas esas riquezas naturales estuvieron ocultas e inaccesibles. La paz abrió la oportunidad del turismo para muchos campesinos de la zona, como Edilson Pinto, quien antes de la pandemia recibía a los turistas en su Finca Chontaduro con un propósito: «darle a conocer a todos los viajeros el tema de las matas de coca, que esta era la realidad, la economía que durante unos años se vivió en el Guaviare y en otros departamentos».
La familia de Pinto se trasladó al departamento hace más de cincuenta años «para trabajar y cultivar la coca», relata, así fue como sus padres le compraban los lápices y cuadernos para poder estudiar. Con los años, Edilson tuvo su propia plantación: «el tema de cultivo de coca nunca nos llenamos de plata, pero sí fue una economía, una entrada de dinero que sosteníamos a la familia y había para todos un poquito, para los raspachines, los obreros, la muchacha que cocinaba».
A finales de 2016, Pinto pensó en los acuerdos como una salida para iniciar una vida mejor. Durante años vio perder muchos de sus cultivos debido a las aspersiones aéreas con glifosato o las erradicaciones forzosas: «con los helicópteros había una presión, un susto, una preocupación. Era como una terapia, no se podía vivir como tranquilo», recuerda este excocalero.
Sobre el glifosato, que el Gobierno del presidente Iván Duque intenta volver a implantar es crítico: «los grandes allá de corbata y camisa blanca hablan de que el glifosato no le hace daño sino solo a los cultivos de coca, eso es una mentira. Arrasa con todo lo que encuentre, si le cae a la coca la mata, si le cae a la selva la mata».
Con las pocas ayudas que el Estado le ofreció a través del programa PNIS plantó chontaduros, que dan nombre a su finca, y otros árboles frutales; pero no llegaron a ser productos ni rentables. Intentó con el ganado y aún conserva los potreros cuyo pasto arrienda por «veinte pesos por vaca al mes». Fue, sin embargo, en el turismo donde encontró su pasión y la oportunidad de emitir un mensaje al exterior.
«Hicimos el ejercicio en el tema de turismo y es una cosa muy diferente. Escuchamos los helicópteros del Ejército, pero hay tranquilidad, es una cosita diferente que cuando vivíamos antiguamente. La preocupación sobre el tema de los aviones que venían a molestar, a fumigar, a quemar a dejarnos sin nada» parece cosa del pasado.
Su camino no ha sido fácil, en su intención por reconducir su vida comenzó también a recuperar animales salvajes como el tapir, lapas o guacamayas. Los mismos que durante mucho tiempo los cazadores de la zona –y el mismo- mataban. Eso le generó una serie de conflictos con la comunidad de las veredas cercanas.
La falta de electricidad o de vías transitables para que el turista llegara a su finca fue otro de los impedimentos con los que ha tenido que lidiar y que le han hecho replantearse durante el último año si seguir con su proyecto turístico o, como el abandono condenó a muchos campesinos, volver a los cultivos. «Si el Estado nos apoya en el tema de las vías, en la energía, en el turismo, si de verdad ayudara en este ejercicio, créanlo que la gente pensaría diferente», dice.
En su labor enfocada al turismo comenzaba un recorrido a través de la finca, recibiendo a los visitantes con un jugo amazónico con los frutos que ellos mismos producían. De allí pasaba a la parte de atrás del terreno, donde todavía mantiene una hilera con diferentes tipos de matas de coca. Allí les explicaba las diferencias entre las plantas «mostrar que al contrario de lo que se dice, eso de ‘la mata que mata’ es una gran mentira, porque la mata como tal no es dañina, lo que sí son los químicos que le inyectamos para sacar la pasta».
Una vez aprendida esa primera lección, los trasladaba hasta el laboratorio o «cambuche» donde años atrás él mismo producía la pasta base de coca que, confiesa, le vendía la pasta que procesaba «al que la quisiera». Primero fueron las FARC «y ahí no podías vender a otros porque te acusaban de estar robándoles y tu vida corría peligro», pero también a los «muchachos de Pablo Escobar», el mayor y más célebre narcotraficante de Colombia.
Bajo unas vigas de madera negras «el Ejército vino y me lo quemó una vez», mantiene intacto los elementos con los que se producía la pasta. En una repisa, Edilson ordena la hilera de tarros con el nombre del producto que contienen en tres idiomas: inglés, español y francés.
Allí inicia su pedagogía. Repasa uno a uno los siete productos químicos que le aplican a las hojas –previamente picadas y machacadas– para lograr la pasta, que guarda en un pequeño bote. Edilson asegura que reconoce a aquellos turistas que en algún momento han consumido cocaína «les cambia la cara o dejan de escuchar cuando les explico el proceso de la pasta».
Algunos incrédulos le preguntan si lo que cuenta es verdad. Su misión: «darle a conocer, porque hay gente que consume, pero no sabe que es lo que están consumiendo. Si le damos esta teoría y le damos a conocer la realidad, créanme que pronto salvamos un poco de seres humanos».