Por: Yessica Molina Medina/ Hasta hace una semana, a nadie se le ocurrió lo que se nos venía pierna arriba como sociedad. Una jornada de protestas se convirtió en un paro nacional sin precedentes, lleno de violencia y vandalismo. Y es que el balance de estos 11 días difícilmente podría ser peor: destrucción vandálica, muertes, heridos, anarquía. Pongámoslo en fríos números: 1265 marchas, más de 1300 bloqueos, 32 civiles fallecidos y 716 más lesionados, un policía asesinado, 849 heridos, 305 establecimientos comerciales afectados, más de 400 sedes bancarias dañadas (y podría seguir).
El resumen es destrucción, muerte y polarización. Esto, claro está, no es fortuito: es parte de un experimento de la izquierda dentro de la llamada revolución molecular, cuyo fin es desestabilizar al Estado. Muchos ciudadanos que participan legítimamente en las protestas y de buena fe, sin saberlo, le están haciendo el juego a la izquierda, como idiotas útiles de un plan perverso.
Ahora bien, el derecho a la protesta es constitucional y debe ser respetado con celo en cualquier democracia. Pero este no es el derecho a salir como animales a destruir aquello que a la postre tendremos que pagar todos con nuestros impuestos. ¿Qué ganamos con destruir el local de un comerciante? ¿Qué ganamos con dañar la sede de un banco? ¿De qué sirve destruir los sistemas de transporte? (quizá sobre decir que la destrucción de una terminal o de un vehículo de transporte público afecta a los sectores más vulnerables, a quienes tienen que madrugar todos los días a tomar el Transmilenio, el Metro, el Mío…)
Sí: la más afectada es, precisamente, la población de bajos recursos, aquella cuyos derechos, se supone, están reclamando en las calles. Y es cierto, quién lo puede negar, que en Colombia hay pobreza, inequidad, desempleo. Y que no era el momento de proponer una reforma tributaria, y menos sin consensos. Es cierto, asimismo, que todo este panorama social ha sido agravado por un virus que nadie esperaba y que ha logrado desestabilizar aun a las economías más fuertes y boyantes (no olviden que la pandemia sigue).
Es impopular, pero es la verdad: el Estado ha gastado billones de pesos para enfrentar la pandemia y está endeudado hasta el cuello. ¿De dónde más puede sacar los recursos que necesita para, por ejemplo, mantener los programas sociales, tan necesarios hoy? Sin ellos, miles de colombianos no tendrían con qué comer en el escenario de restricciones y confinamientos inevitables.
Así que necesitamos dos caminos: por un lado, diálogo para ponerles fin a las protestas, lo cual exige que cese la violencia y que haya disposición de parte y parte. Ya el Gobierno ha creado canales de diálogo y, además, retiró la reforma tributaria, florero de Llorente de esta crisis social, y el ministro Carrasquilla renunció. Esto quiere decir que ha mostrado una buena disposición para superarla.
El otro camino es la reforma estructural y consensuada que le sirva al país para superar la pandemia y la crisis social que ella ha agravado; una reforma que favorezca a los empresarios, de manera que puedan mantener los empleos y seguir creando riqueza. Una reforma que favorezca a la gente de a pie y que no afecte a quienes más están padeciendo los estragos de la pandemia. Una reforma, en suma, que nos una sin polarizaciones para superar este mal tramo.
*Master en comunicación estratégica, profesional Comunicadora Social- Periodista, asesora política y relacionamiento público y experta en marketing político.
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