Por: Gloria Lucía Álvarez Pinzón/ A propósito del homenaje que el próximo 24 de julio de 2024 le hará la Universidad Externado de Colombia al Doctor Óscar Darío Amaya Navas, padre del Derecho Ambiental colombiano y latinoamericano, para celebrar su prestante carrera profesional y académica, quiero dedicar mi columna de hoy a hacer una reflexión sobre la necesidad de retomar el rumbo del derecho a la sostenibilidad, que será el tema central de esta importante jornada académica, en la cual tendré el honor de participar.
La Constitución de 1991 contiene numerosas disposiciones en materia ambiental que le han merecido el calificativo de “Constitución Ecológica de Colombia”, impuesto por el propio Doctor Amaya en su obra estrella, pues contempla a la naturaleza como derecho e impone deberes para su aprovechamiento y protección.
Como derecho, encontramos consignado constitucionalmente, el derecho a un ambiente sano y el derecho de todos a participar en las decisiones ambientales; y como obligación, está el deber del Estado y de todos los ciudadanos de lograr la sostenibilidad en el uso del medio ambiente y de los recursos naturales renovables, es decir, el desarrollo sostenible, lo que constituye, a su vez, otro derecho que es el de la sostenibilidad.
Pero ¿qué es la sostenibilidad? Dicho concepto conlleva el entendimiento y articulación de dos dimensiones distintas del derecho. De una parte, la potestad de satisfacer las necesidades actuales de la sociedad, pero preservando y sin comprometer las necesidades de las generaciones futuras, es decir de las personas que no han nacido y que poblarán el planeta en el futuro; y de otra, la obligación de garantizar, en el ejercicio de los derechos humanos y de la satisfacción de las necesidades, un equilibrio entre los tres principales intereses de toda sociedad moderna, que son, el respeto hacia el medio ambiente, el crecimiento de la economía y el bienestar social.
La ponderación entre estos tres intereses de la sociedad actual y la salvaguarda de los derechos de los que están por venir, como premisas que pregona la sostenibilidad, conducen a una reflexión adicional y consecuente que consiste en que, para lograr simultáneamente todos estos cometidos esenciales, no es posible, hoy en día, reclamar la existencia de derechos absolutos.
El ejercicio del derecho a la sostenibilidad permea todas las ramas del derecho y todas las instancias del Estado y de la comunidad, y exige el análisis y la ponderación de estos tres ámbitos, ambiente, desarrollo y sociedad, previéndolos siempre en el plano de los intereses presentes y futuros de la colectividad.
El respeto por el medio ambiente, implica tomar acciones e imponer restricciones para hacer posible el derecho a un ambiente sano, lo que exige límites al ejercicio de otros derechos como lo son la propiedad, la libertad de empresa y la iniciativa privada, por mencionar tan solo unos cuantos.
El crecimiento de la economía, es la necesidad de tomar decisiones que nos hagan mejores y más competitivos, nacional e internacionalmente, en la transacción de bienes o en la prestación de servicios, logrando un incremento y el mejoramiento de las actividades económicas que se desarrollan en el país, sean estas primarias, es decir de aprovechamiento de los recursos naturales, como la agricultura, la ganadería, la pesca, la minería o el aprovechamiento de hidrocarburos; industriales o manufactureras; comerciales o de servicios.
El bienestar social implica el acceso a servicios básicos como el agua, los alimentos, la vivienda, la salud, los servicios públicos, vías y otros medios de comunicación, la educación, la seguridad y la convivencia pacífica, que son parámetros con los que mide la calidad de vida de quienes habitan en el territorio.
El derecho, por ser un sistema de orden normativo e institucional que regula la conducta externa de las personas, inspirado en los postulados de justicia y certeza jurídica, juega un papel fundamental en el logro de la sostenibilidad, pues es a través de esta ciencia social que se pueden imponer límites de ponderación a estos tres postulados y lograr el justo equilibrio entre todos, ya que la imposición de uno de ellos sobre los demás, destruye por completo tal concepto.
Estando ad portas de cumplir nueve décadas creando y delimitando áreas del territorio nacional para destinarlas a la conservación ambiental, el país cuenta hoy con un estimado de 37,6 millones de hectáreas declaradas como áreas protegidas; 38,5 millones de hectáreas reportadas como OMEC, y 11 millones de hectáreas consideradas como reservas temporales.
De acuerdo a ello, hoy se tienen bajo conservación 86,9 millones de hectáreas del territorio nacional, es decir el 42% del área total del país; de las cuales cerca de 45 millones de hectáreas son terrestres y 41,9 millones de hectáreas son marinas, lo que significa que en Colombia se tienen bajo reserva ambiental, el 39% de las áreas terrestres, insulares y continentales y el 46% de las áreas marinas.
Estas estadísticas son generosas y suficientes para cumplir las metas internacionales trazadas a través del Nuevo Marco Mundial de la Biodiversidad, aprobado en la COP15 de biodiversidad, que plantea lograr para 2030 que los países miembros del CDB incrementen al 30% la conservación de sus áreas marinas y terrestres, en lo que hoy se conoce como la estrategia 30×30.
Con fundamento en las cifras oficiales, es evidente que el país ya superó esa meta y no necesita incrementar más las áreas de conservación del país y de hacerlo se comenzaría a afectar las otras dos premisas de la sostenibilidad, que implican garantizar el espacio territorial suficiente para lograr el crecimiento económico que se espera y el mejoramiento de la calidad de vida de la población.
Para conseguir el derecho a un ambiente sano, el reto en materia de conservación in situ, debe orientarse ahora a mejorar la gestión de las áreas declaradas, y esto solo se alcanza, con tres acciones fundamentales que son: a) Depurar primero las 11 millones de hectáreas que desde hace más de 11 años se tienen bajo reserva temporal, para definir, de una vez por todas, cuáles se convertirán en áreas protegidas y liberar las demás áreas; b) Generar reglas claras para el manejo de las OMEC, que fueron reportadas internacionalmente como zonas complementarias de conservación, pues carecen de normas y de certeza jurídica para su consolidación y manejo; y c) Implementar los mecanismos de gestión establecidos en la ley para el manejo de las áreas protegidas, entre ellos su publicación y registro, el conocimiento y la participación efectiva de las comunidades que habitan el territorio en la definición de sus objetivos y en la elaboración e implementación de los planes de manejo, para lograr su gobernanza, así como expedir decisiones de autoridad, para frenar la ilegalidad y su consecuente pérdida de naturaleza, y mejorar la conectividad de los ecosistemas presentes en ellas.
El reto de gestionar efectivamente los territorios de conservación es más grande que su simple declaratoria y esa debe ser la nueva prioridad del Estado, pues no están deshabitados y por tanto, también requieren ser manejados bajo las premisas del desarrollo sostenible.
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*Abogada, docente e investigadora en Derecho Ambiental.
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