Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ Jean Paul Sartre escribió una vez que la guerra no es más que una ignominia y un absurdo que acontece únicamente por la pereza y cobardía de los hombres. Además de lo anterior, el escritor francés agrega que su único reproche es no haberla rechazado lo suficiente.
La experiencia de la guerra es una ruptura en la que la vida pasa de ser un vivir a un sobrevivir. Esto último, puesto que la libertad se reemplaza por una fuerza con la capacidad de fracturar todo porvenir que el ser humano pueda llegar a realizar.
Este acontecimiento (el de la guerra) es un reconfigurador de las posibilidades de un individuo, la experimentación de esta lleva a concebir la vida como un mero proceso anónimo que deja al ser humano en una espera pasiva que no permite una acción propiamente libre.
Esta forma de comprender el mundo es llamada por Sartre el «hombre de tropa», un sujeto que está en el padecimiento de volverse-cosa, a saber, no es poseedor de posibilidades propias: «El soldado (…) padece del volverse-cosa. No tiene ya posibilidades propias, espera. Pero es una espera muy particular y militar. Habitualmente, aquel que espera espera sin duda algo de los otros, pero también de sí mismo. El soldado sólo espera de los otros. Esta espera pasiva, que imprime un aire muy propio al militar —rostro de madera, mirada vacía— es una lenta transformación en cosa».
La perspectiva de este autor permite apreciar que la identidad construida del ser humano atraviesa por una muerte a la hora de desplegarse en sus posibles dentro de la guerra.
La inexistencia de posibilidades es una sentencia. No se puede pensar una realidad o una humanidad en una existencia carente de libertad, de posibilidad propia.
El ser humano debe afrontar que al momento de estar dentro del marco de la guerra la vida se condiciona a volverse-cosa, en su defecto, se atraviesa un proceso de deshumanización por medio del cual solamente queda la muerte de un pasado vivido y la imposibilidad de un porvenir propio.
Las reflexiones de Sartre refieren al sujeto adulto, puesto que se refiere al individuo que al momento de entrar en la guerra ya es poseedor de un pasado propio que le permite concebir su identidad construida en relación con las posibilidades que pueda desplegar.
No solo eso, el autor francés da a entender que la muerte de la libertad nacida de la guerra se puede sobrellevar por medio de una ética de la autenticidad, la cual eminentemente llevará a un obrar humano que permita sobrevivir el sin sentido y la carencia de valor del mundo tras el acontecer de la guerra.
No obstante, algo que Sartre deja de lado, y que es meritorio complementarle, es qué ocurre al momento de no poseer un pasado con el cual contrastar la vida una vez se está dentro de la guerra, ejemplo de esto son los niños soldado.
En el caso de una inserción directa desde la infancia no existe un punto de ruptura, tampoco una fragmentación de la vida. La existencia inmediata dentro de un acontecimiento como lo es la guerra lleva a que la vida no sea más que muerte pura, no es posible volverse-cosa, se existe accesoriamente.
El niño soldado es un ser ausente de todo por-venir. La categoría de «humano» ni siquiera aplica en este caso, la ausencia total de posibilidades reduce la vida a ser una categoría vacía al servicio de la guerra. Las huellas de la muerte se marcan sobre el cuerpo y se convierten en la realidad de aquellos que no poseen un pasado. De modo, que no es posible «sobrevivir la propia vida», como lo pensó Sartre, puesto que en los casos más extremos (y a la vez los más comunes) la guerra se convierte en un hoyo negro que consume hasta la última potencialidad de luz.
Así pues, lo que uno puede responder a la pregunta sobre qué hacían unos niños en el campamento de un terrorista es, simple y llanamente, demostrar lo cobarde e ignominioso que ha caído un gobierno.
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