Por: Diego Ruiz Thorrens/ El pasado martes 23 de agosto, Euclides Ardila, periodista de Vanguardia, publicó un artículo que pensé que sacudiría al departamento de Santander, o al menos, a todos aquellos sectores que se envisten en la consigna de “la defensa y la lucha por el bienestar de todos los niños”.
El artículo, titulado “En Santander, 13 docentes están implicados en acoso sexual a estudiantes”, reza el siguiente enunciado: “Varios de los jóvenes, cansados de los acosos sexuales de sus profesores, decidieron romper el silencio y los denunciaron. Hoy, 13 de ellos son investigados y ya hay dos en la cárcel.”
El solo titular es doloroso, ya que expone una de las tantas problemáticas que afectan tanto la salud mental, la integridad y la vida de niños, niñas y adolescentes al interior de las instituciones educativas del departamento. Sin embargo, en nuestra sociedad, el abordaje de esta problemática continuar siendo tabú, independiente de la insistente lucha que desde muchos sectores emprendemos quienes buscamos que se garanticen y, sobre todo se respeten, los derechos de todos los menores y los adolescentes (independiente de la edad, el sexo, género, etnia, creencia, etc.) a nivel territorial (y obviamente, nacional).
En su denuncia, ‘Kilo’ Ardila, manifiesta que: “La cifra de docentes acosadores se queda corta si se tiene en cuenta que no todos los casos son reportados o denunciados por las víctimas. En muchos episodios, el silencio es cómplice de los ilegales profesores”. Esto es sumamente grave.
Sin embargo, la realidad es que, al interior de estas instituciones educativas, son pocos los abordajes que se llevan a cabo para identificar los casos donde exista (o persista) el abuso, la negligencia y la violencia que afectan a niños, niñas y adolescentes, dejando en su interior sectores totalmente invisibles, soterrados, que socialmente son sepultados cuando irrumpen este tipo de violencias. Uno de estos sectores es el de los niños, niñas y adolescentes de poblaciones sexualmente diversas o LGBTQ.
Me explico: En el año 2015, en mi calidad de director de la corporación Conpazes, abordé el ejercicio de identificación de casos donde persistiera la violencia en razón del género, la orientación sexual, la identidad de género y las expresiones de género no heteronormativas en niños, niñas y adolescentes de edades entre los 14 a 17 años pertenecientes a 3 municipios del área metropolitana de Bucaramanga (San Juan de Girón, Floridablanca y Bucaramanga). En aquella ocasión, tuve la oportunidad de dialogar con varios jóvenes LGBTQ (en conjunto, habían cumplido la mayoría de edad). Entre ellos, dialogué con un excepcional joven, un muchacho de la población trans, alguien quien, para afectos del presente artículo, llamaré Mario*.
El relato de Mario fue escalofriante, por no decir aterrador. En su testimonio, manifestó haber sufrido de agresión sexual “decena de veces” desde que inició su tránsito (es decir, desde que inició su construcción de identidad de género diferente del sexo asignado). También, expresó una frase que podríamos decir es la síntesis de lo que viven y sufren a diario muchos niños, niñas y adolescentes de la población LGBTQ de Santander: “los abusos sexuales suceden a la vista de todos, de los estudiantes, las directivas del colegio, de otros docentes. De la gente afuera. No hay manera de uno protegerse”.
En años siguientes de labor educativa e investigativa, comencé a identificar más casos de violencia sexual (acoso sexual, agresiones físicas y verbales y otros tipos de violencias) contra menores LGBTQ. Y en cada historia se cruzaban 3 aspectos que, al día de hoy, continúan presentes: Uno (1), casi todos (por no decir, en todos) los casos, los niños, niñas y adolescentes LGBTQ fueron instrumentalizados por sus mayores (docentes, padres u otros adultos cercanos a los menores) debido a razones de género, la orientación sexual e identidad de género, impidiéndoles entender la violencia, normalizando las agresiones. Segundo (2), todos y cada uno de los menores que corrieron un alto peligro en sus hogares (como en otros espacios), el ciclo de la violencia aumentó al interior de los centros educativos… y, tercero (3), a pesar que existió (y que aún existen) docentes que quisieron denunciar los hechos que, muchos de ellos, conocieron de primera mano, éstos no encontraron ni el camino, el apoyo o al menos los elementos para hacerlo. Muchos terminaron siendo silenciados o amenazados por personas al interior de las mismas instituciones educativas (independiente si las instituciones eran públicas o privadas), dejando a los menores a merced de los agresores.
Para sumar a esta horrenda panorámica, recordemos que, en Colombia, la protección integral de niños, niñas y adolescentes tanto a nivel educacional como institucional sigue siendo deficiente; y a los menores, continuamos privándoles de la enseñanza y el abordaje de temas como son el enfoque de género, los derechos sexuales y reproductivos, y el reconocimiento de la niñez sexualmente diversa, información que les permitiría defenderse en caso de una agresión o de violencia sexual.
A pesar que el artículo de ‘Kilo’ Ardila menciona que: “(En Bucaramanga) siempre que se establece una denuncia de acoso sexual, se debe seguir la ‘Ruta de Atención Integral para la Convivencia Escolar’, que permite el fortalecimiento del ejercicio de los Derechos Humanos y los Derechos Humanos, Sexuales y Reproductivos en la escuela. Para cumplir con su propósito, tal ruta se divide en cuatro componentes: promoción, prevención, atención y seguimiento”, la realidad detrás de este tipo de crímenes nos enseña que no existe, no se aplica o no hay voluntad educativa para promover el fortalecimiento del ejercicio de los Derechos Humanos y los Derechos Humanos, Sexuales y Reproductivos en la escuela. Aún menos, se promueven acciones que permitan prevenir el crimen, especialmente, cuando las víctimas son, precisamente, niños, niñas y adolescentes de la población LGBTQ.
En un artículo posterior, Vanguardia publicó una “Segunda entrega: Diez rasgos que delatan a un profesor acosador.” Este abordaje, sumamente importante, podría ofrecernos más artículos que se sumarían al debate.
No obstante, la invitación aquí es para que, como sociedad, trabajemos en el fortalecimiento del ejercicio de los Derechos Humanos y los Derechos Humanos, Sexuales y Reproductivos en la escuela desde la promoción, prevención, atención y seguimiento. Sobre todo, que reconozcamos que esta violencia, que afecta a todos los niños, niñas y adolescentes, continúa impactando con mayor dureza a menores con orientaciones sexuales e identidades de género diversas o LGBTQ.
Recordemos que existen líneas de atención y de denuncia, y que, como reza el artículo de Kilô Ardila, “Es deber de todos cuidar a nuestros niños, niñas y adolescentes; y es obligación denunciar cualquier acto que vulnere los derechos de los menores de edad”.
Líneas de atención y de denuncia
-Línea gratuita nacional para denuncia, emergencias y orientación: 141.
-Línea gratuita nacional del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, ICBF: 018000 91 80 80.
-Línea gratuita Fiscalía General de la Nación: 0180000919748 – También a través del número 122
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*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y gestión de la transición del posconflicto de la escuela superior de administración pública- ESAP Santander
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