Por: Javier Quintero Rodríguez/ Desde el tercer mes de vida, un ser humano comienza a desarrollar la capacidad de conseguir cosas de los demás. El bebé aprende los gestos, sonidos o movimientos que entiende generarán una reacción específica por parte de sus padres. Es decir, ser manipuladores es algo con lo que llegamos a este mundo, una condición innata que algunos perfeccionan con el paso de los años.
Una delgada línea separa al manipulador del asertivo, quien también gana a través de los demás, pero que lo hace con la verdad bien contada. Es el caso de un buen vendedor, que, sin engaños, cierra negocios, genera clientes felices, gana comisiones e incluso construye relaciones de largo plazo porque sabe que el tiempo jugará a su favor. El manipulador, por su parte, es cortoplacista y busca resultados presurosos sin importar si otros se ven afectados. Por eso es egoísta y, claro, mentiroso. La mentira bien estructurada y las verdades a medias son la esencia del comportamiento manipulador.
Hacer esta distinción entre las personas que nos rodean es un desafío invisible que debemos afrontar para tomar mejores decisiones en muchos aspectos de nuestra vida. Nos servirá, por ejemplo, para escoger pareja, amigos, empleados o socios, pues en ninguno de estos casos nos queremos ver manipulados. Y nos debe servir también para escoger a los líderes de nuestra sociedad, cuando tenemos la posibilidad de elegir.
Por la razón que sea, incentivos, costumbres, instituciones o sistemas, en el ejercicio de la política son más evidentes y comunes la manipulación, el egoísmo y la mentira. Si en este contexto, pudiéramos medir el grado de demagogia, yo imagino una variable continua formando una curva de distribución normal; una campana de Gauss en la que unos pocos son honestos y asertivos; una inmensa mayoría es moderadamente manipuladora, y está, al final, la esquina de los elegidos, los grandes maestros, aquellos que borraron de su vida cualquier rastro de vergüenza y para quienes sus fines individuales justifican cualquier medio, sin reparos a los perjuicios que a otros puedan causar.
En este punto de la lectura, cada uno podrá tener unos apellidos en mente. Yo asocio estas palabras con Chávez, Trump, Kirchner, Hitler, Berlusconi o Savonarola; en un plano más local a Petro, Cepeda, Robledo o el ingeniero Hernandez; y entre la nueva generación de políticos e influenciadores, a los Carrascal, Juvinao, Sastoque y similares. Son solo ejemplos. Pero especialmente reconozco a la actual alcaldesa de Bogotá como una de esas grandes maestras. A López hay que concederle valentía, arrojo y dedicación, entre otras cualidades que la hacían una buena congresista. Es, además, una excelente comunicadora e inteligente. Pero no es una gran líder (y no voy a decir “lideresa”).
Un gran líder, según Blanchard y Miller en su libro El Secreto, es aquel que, entre otras cualidades, encarna los valores y se enfoca en servir y no en que le sirvan. La señora Lopez ha demostrado que cada paso que da, cada mensaje, cada trino, está calculado como un sumando de una operación que busca aumentar su aprobación, para que esta se transforme en futuros votos. Es otras palabras, la señora instrumentaliza a los millones que la oyen y la siguen, poniendo el aplauso recibido y su ambición personal por encima del bienestar de los ciudadanos.
La señora López tiene mucho mérito porque ser un buen manipulador no es fácil. En primer lugar, se requiere de un discurso fluido y convincente. Además, es indispensable tener una lectura perfecta de cada situación para poder conectar los puntos de manera conveniente, es decir, para tergiversarla. El manipulador entiende el ánimo de sus interlocutores y les dice lo que necesitan oír en el momento perfecto, generando una sensación satisfactoria de inmediato. Ella, de eso, lo tiene todo. Ahora bien, uno alcanza otro nivel, casi un doctorado en demagogia, cuando organiza una consulta tipo plebiscito a nivel nacional con un tema tan popular como “combatir la corrupción”, con preguntas de respuesta obvia, que poco sirvió y mucho nos costó. Manipuló a todo un país para darse a conocer y crear la plataforma con la que ganaría la alcaldía.
El problema de los manipuladores a gran escala es que nos afectan a todos. El manejo que se le ha dado en Bogotá a la situación actual ha sido, a todas luces, errático. Hemos visto problemas de orden público, deficiencias y retrasos en las entregas de asistencias, entrega de información inexacta y contradictoria, y un pésimo resultado en la contención de la epidemia, con más de una tercera parte de los casos del país. Estas fallas son producto de una falta de liderazgo real y un desvío en el enfoque al dirigir toda la atención hacia el manejo de la opinión pública y los medios que, al contrario de sopesar lo negativo, ha empeorado las cosas, provocando constantes confusiones, malestares, e incluso pánico. De nuevo, todo es producto del frío cálculo: al entender que la pandemia tendrá consecuencias fatales, sean cuales sean las decisiones que se tomen, la estrategia es estar en contra de todo lo que el gobierno nacional determine. De esta manera, los enfermos, las muertes, las quiebras, el desempleo, la producción, todo lo que termine afectado, será siempre “culpa del otro, al que yo me opuse”.
Los manipuladores son un virus que siempre estará entre nosotros y contra eso, los anticuerpos que necesitamos acumular son la educación, la información y el pensamiento crítico. De lo contrario, caeremos indefectiblemente, y sin darnos cuenta, víctimas de él. Recordemos lo que hace y representa un verdadero líder, y así evitaremos ser instrumento de los habilidosos impostores.
*Economista, MBA.
Twitter: @javierquinteror