Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ La era digital ha traído consigo toda una serie de síntomas que ya son evidenciables en los sujetos que habitan las ciudades. La recalcitrante idea del ser humano como dueño de sí mismo y solo para sí mismo es, hoy día, el ejemplo que más se puede apreciar en los distintos actos por parte de los ciudadanos que demuestran que la vida debe servir únicamente a su propio beneficio dejando de lado al otro.
El ser humano, en su habitar en el mundo, se centra en su propio ego y narcisismo; de modo, que se piensa a sí mismo como el único ser que existe en el panorama de la tierra, un ser al cual deben de serle dadas todas las oportunidades, incluso si esto último requiere de pasar por encima del otro.
Ahora bien, este otro existe, aunque sea invisible para la mirada ególatra del individuo con su libertad ficticia. Este tipo de libertad, la cual es común en las ciudades metrópoli digitales de la actualidad, se caracteriza por crear la ilusión de un completo dominio de mí mismo y del mundo que habito. Esta libertad deja al margen el otro lado que existe del mundo, el lado que permite a la libertad entenderse en su completud, es decir, como una condición vital para la existencia de todo individuo de forma digna.
Esta libertad ególatra deriva de una sociedad digital que remarca la necesidad de individuos cegados por su propia voz para que se nieguen a escuchar la voz del otro, ya que es precisamente en el otro que el ser humano encuentra la libertad, bien exponía Aristóteles que el hombre es un animal social por naturaleza.
El otro es aquel ser que posee la cualidad de completud que requiere la vida de un individuo para poder habitar con libertad plena en el mundo en que habita. Se piensa que esta libertad propia es suficiente, volviendo sencillo olvidar al otro que está sometido a una esclavitud en vida para mantener la libertad ficticia en la que se habita, se olvida que hasta que el otro no comparta conmigo la dignidad de la vida no existirá una libertad plena en la cual verdaderamente se pueda existir.
Es en la dignidad del otro que el ser humano digital del mundo-enjambre puede satisfacer verdaderamente una libertad que lo haga alcanzar competencias donde todos existan sin estar necesariamente atados a una jerarquía.
La negación del otro, el otro marginado o invisible a la vista, conlleva a que se piense el mundo en clave hiperindividualizada, es decir, de manera que únicamente importen los límites que mi propio beneficio vea como importantes.
Bajo este marco, el clasificar a las gentes manos favorecidas, desperdicios humanos, es una respuesta a la perspectiva de consumo que se legitima bajo la lógica del beneficio-libertad. Lo anterior, lleva a que el ser humano que no encuadra en mi lógica de aprovechamiento sea considerado una basura, como se evidencia con la invisibilidad que se apropia de los países menos desarrollados, los tercermundistas, los países en guerra y sitiados por la hambruna, la enfermedad y la explotación física; gentes que bajo el marco del beneficio no son libres, para que yo pueda mantener mi ficticia libertad.
El reclamo por la dignidad del otro es un acto mismo de libertad universal. El deseo de tener al otro junto a mi representa una actividad de desarme de ese narcisismo ególatra y permite al ser humano descentralizarse de sí mismo para poder pensar al otro en una clave de completa libertad, llegando a habitar un mundo en el que la dignidad sea la ley rectora.
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