Por: Javier García Gelvez/ Como dice la canción “en un esfuerzo desesperado por detenerte”, los gobiernos en las ultimas décadas han tratado de reducir dentro de lo posible la pobreza que rampante galopa por nuestra región, algunas con aciertos y otros no tanto, pero como consuelo de tontos, digamos que es lo que eternamente ha venido sucediendo en américa latina.
Durante el 2010 el gobierno se jactaba de un crecimiento del PIB en un 4,9% en sectores como la industria y la manufactura, la explotación de minas y canteras jalonaba la economía del país con un crecimiento del 11,1% y el comercio, servicios de reparaciones, restaurantes y hoteles también aportaban en forma positiva y contribuían a que el ciudadano de a pie al menos tuviera aspiraciones de mejorar su nivel de vida.
Eso fue lo que pensó “Diana” y su esposo “Pedro” hace un par de años cuando fruto de su esfuerzo ella como mesera y el como solador de calzado en empresas muy reconocidas en la ciudad vieron la posibilidad de ofrecer a sus dos pequeñas una vida menos penumbrosa y en condiciones dignas de salud y educación.
En sus ojos se veía algo de tristeza, pero era más fuerte e impactante el brillo de su mirada santandereana; su ilusión duro seis años, lograron alquilar un pequeño apartamento en un sector que les brindaba cierta comodidad; cerca al colegio de sus hijos, a sus trabajos y sobretodo huyéndole a las necesidades y al olvido estatal de los asentamientos humanos en las escarpas nororientales de la ciudad en donde sobrevivían.
“Pedro” y “Diana” son una pareja joven, habían logrado con mucho sacrificio ahorrar para comprar su lavadora, incluso ya tenían planes de llevar a sus hijas a conocer la costa, era lo más justo para reconocer el resultado académico de sus pequeñas hijas Yuleidy y Sharon que eran su mayor tesoro.
Como si se tratara de una pesadilla llego la Pandemia, no estaba en los pronósticos de nadie, a “Pedro” la mandaron para su casa y el restaurante donde trabajaba “Diana” cerró sus puertas, los recursos empezaron a escasear, para mayo ya les había tocado desalojar, y con el corazón hecho trizas se vieron obligados a mudarse a un cobertizo en un asentamiento ilegal en lo alto de la ciudad. Por la noche, un frío penetrante se abría camino. Una vida de esfuerzos se había esfumado en cuestión de semanas. Perdieron sus trabajos cuando se ordenó la cuarentena en Colombia, dijo que su objetivo había sido “darles mejor vida a mis hijas, darles la vida que no tuvimos nosotros”.
La zanja se abre cuando inevitablemente las pequeñas empresas cerraron sus puertas, las universidades se quedaron sin estudiantes, las escuelas que habían convertido a los hijos de los trabajadores de la construcción en ingenieros estaban cerca del colapso, incapaces de pagar a los profesores. Los agricultores habían quemado sus cultivos, arruinados por los mercados trastornados.
Las calles se inundaron de adolescentes rebuscándose la vida para alimentar a sus hermanos. Mujeres jóvenes y niñas habían sido empujadas a la prostitución para pagar las cuentas. Las madres y los padres comenzaron a racionar la medicina de sus hijos, sin saber cuándo tendrían dinero para más. Las personas ricas se retiraron a sus casas de campo, mientras que otras familias vendían sus celulares para comprar la cena.
La situación de esta familia es el retrato de muchos hogares en Colombia, el panorama no es el mejor, no es una opinión sesgada por el negativismo sino con una alta dosis de realismo y con los pies aferrados al piso para no caer en falsas expectativas.
De acuerdo con las proyecciones del Fondo Monetario Internacional (FMI), se espera que Colombia se contraiga -7,8%, en 2020, lo que se constituiría en la primera recesión en Colombia desde 1999, esto se traduce en desempleo y con ello todos los problemas que ello incorpora como la delincuencia, drogadicción, prostitución y sin un horizonte esperanzador ante la ausencia de medidas concretas y serias para mitigar los efectos que en la economía surgen.
*Contador Público y Especialista en Revisoría Fiscal y Contraloría.
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