Por: Javier Quintero Rodríguez/ Una conclusión desesperanzada, una calle sin salida, resignación y aceptación porque en cuanto a esta materia, es poco lo que parece funcionar: Nos falta cultura ciudadana. Aunque todos somos peatones, no nos respetamos si vamos subidos en un vehículo. No tenemos consideración por ancianos, niños o personas con movilidad limitada. Abusamos del espacio público, los vehículos andan sin control, los motociclistas arriesgan vidas con maniobras temerarias, el claxon es usado para todo menos para emergencias, los exostos no saben de decibeles y los decibeles no reparan en vecinos ni en horarios. La basura va a la calle, el reciclaje se relega a los recicladores, las filas son para los “bobos” y en más ejemplos nos podemos quedar por horas. La carencia de comportamientos apropiados para la convivencia afecta cuantiosamente nuestra calidad de vida.
Sin embargo, lo anterior pasa a un segundo plano cuando, adicionalmente, se tienen problemas graves de inseguridad y afectaciones por la criminalidad creciente en nuestras ciudades. ¿Qué sentido tendría preocuparse por un patán al volante, por el que usa las aceras como retrete o por el vivo que no paga por el transporte público, cuando por otro lado se percibe riesgo por la vida? Lo interesante es que las dos problemáticas, una de contravenciones y otra de crímenes, estarían directamente relacionadas de acuerdo con la lógica de la teoría de las ventanas rotas.
Esta teoría, de los científicos sociales Wilson y Kelling a partir de los experimentos del profesor Phillip Zimbardo, ampliamente conocida y aplicada en muchos lugares del mundo desde hace varias décadas, muestra como un solo elemento disonante del ecosistema social es causa de muchos otros, como en un efecto dominó que en sus últimas fichas crea inseguridad y crimen. En el sentido contrario, la toma de medidas para atacar los problemas más sencillos puede llevar a resultados en espectros mucho más amplios. El experimento inicial se hace con dos automóviles idénticos, abandonados en dos barrios diametralmente opuestos en términos socioeconómicos, los dos con una ventana rota, y ambos con el mismo resultado de vandalismo contra el automóvil. Daniel Eskibel desarrolla la explicación de los resultados así: “un vidrio roto en un auto abandonado transmite una idea de deterioro, de desinterés, de despreocupación que va rompiendo códigos de convivencia, como de ausencia de ley, de normas, de reglas, como que vale todo. Cada nuevo ataque que sufre el auto reafirma y multiplica esa idea, hasta que la escalada de actos cada vez peores se vuelve incontenible, desembocando en una violencia irracional.” Eskibel pareciera estar describiendo la realidad de nuestras ciudades, consumidas por la anarquía, el desorden absoluto y la desdicha de la inseguridad.
Al final, la teoría aterriza en las siguientes conclusiones: 1) A mayor desorden, descuido, suciedad y maltrato, hay más delito. 2) Si el espacio urbano se desatiende, la comunidad no controlará ese espacio y sin ese control, la zona se convierte en territorio del delito. 3) Si las pequeñas faltas, como los mal parqueados o pasarse un semáforo rojo, no son sancionadas, hay incentivo para cometer faltas cada vez más graves. 4) El papel de la policía es fundamental para el control de las contravenciones y la participación de la comunidad. Lo que se plantea, entonces, es que atacar los comportamientos que podríamos catalogar como de cultura ciudadana, por este fenómeno de psicología social, puede llevar también a una mejora sustancial en los índices de crímenes como el hurto y el homicidio.
Pero para pasar de la teoría a la práctica, podría empezarse, por ejemplo, por el mantenimiento permanente -importante que no sea ocasional- del ornato, el aseo, la iluminación y el control del espacio público. Este inicio puede hacerse en los lugares con mayor impacto, como las estaciones de los sistemas de transporte. Algo como esto, se desarrolló con éxito en la Nueva York de la última década del siglo pasado. En la gran manzana, el alcalde Rudy Giuliani implementó la política de “Tolerancia Cero”, que, aunque hoy suena a “política de ultraderecha”, se trataba de crear barrios limpios y ordenados, controlando esas contravenciones pequeñas y faltas a las normas de convivencia urbana con las que por aquí somos exageradamente tolerantes. El resultado fue, en pocos años, la reducción del 44% en todos los delitos y del 48% en los homicidios y un consecuente renacer de la ciudad en todos sus ámbitos. Medellín es otro caso de estudio, que, aunque con otros vectores, hoy es ejemplo de esa combinación de civismo y marcada disminución en sus índices de criminalidad.
Ante las posibilidades de una política de este estilo, vale la pena preguntarse por los obstáculos que han impedido desarrollar algo similar en la mayoría de nuestras ciudades. Planteo unas primeras hipótesis a continuación: primero, los incentivos non sanctum del administrador público, pues este tipo de políticas no se contrata de la manera tradicional en la que las coimas y comisiones son fáciles de calcular, cobrar y pagar. Segundo, es una apuesta donde se arriesga capital político que muchos prefieren conservar para otro uso. Tercero, desarrollar exitosamente políticas de estas características requiere de un equipo idóneo, estudioso, experimentado y comprometido, que por las dinámicas burocráticas y clientelistas no es fácil de conformar. Por último, la omisión es una alternativa viable porque al ser problemas heredados en los que grupos de interés imponen presión por mantener el estatus inalterado, las responsabilidades se deslizan y se prefiere mirar para el otro lado.
Aquí se plantea una sola razón que puede motivar a los administradores urbanos a convertirse en “vidrieros” inteligentes. Reparar las “ventanas rotas” no requiere de presupuestos elevados, pero sí desata un efecto multiplicador para crear ciudades más amables, respetuosas y, sobre todo, seguras. Si no en el corto, en el mediano plazo, una política de mano dura, no con las personas sino con las contravenciones que perturban la convivencia, será ampliamente reconocida por los ciudadanos, quienes premiaran a los reformadores con su aprobación y voto.
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*Economista, MBA.
Twitter: @javierquinteror