Por: Diego Ruiz Thorrens/ Bucaramanga es una ciudad violencia, insegura para muchas, muchísimas personas. La ciudad y su área metropolitana cuentan con un tejido social que ya dejó de estar fragmentado para estar totalmente roto, a tal nivel que es imposible hablar de “unión”, “protección”, “empatía”, “integración”, “movilización” social o ciudadana sin que al interior de este “tejido” se generen fuerzas o sinergias que buscan crear división y/o mantener roto el mismo. Dejamos de sentir empatía por el otro, por aquel o aquellos que no piensan como uno.
Nuestra actual actitud es la de estar siempre a la defensiva, con el puño oculto entre los bolsillos, listos para asestar el golpe cuando pensemos que se requiere, cuando el impulso o el “reflejo” lo considere necesario. La indiferencia social nos carcome como una avalancha o un fuego voraz que destroza todo a su paso, lanzando a la profundidad a los más vulnerables.
La violencia y el rompimiento del tejido social en Bucaramanga no son siempre ruidosos. La más brutal de las violencias ocurre, casi siempre, en espacios donde impera el silencio, el incómodo vacío, la más absoluta de las indiferencias. Donde la oscuridad en la que viven cientos de personas es tan densa que es casi imposible emerger y encarar la tan anhelada luz. Mujeres, población LGBTIQ, personas mayores, niños, niñas son cubiertos con este denso manto, lienzo que, con el pasar de los días, se hace cada vez más pesado, duro de levantar. Somos responsables que este lienzo sea más robusto.
A veces, no se requiere de la oscuridad de la noche o de las sombras que cubren los rincones de las esquinas para no querer observar o evadir lo que transcurre a plena luz del día. A veces, emergen situaciones tan sórdidas, tan dolorosas, que sacuden el (ya fragmentado) tejido social, obligándonos a reflexionar sobre qué fue lo pasó, por qué sucedió, qué hizo falta para evitarlas y qué debemos hacer para que estas nunca más sucedan.
El pasado 10 de enero, la ciudad de Bucaramanga amaneció con una estremecedora noticia relacionada a la muerte de una menor de tan solo 2 (algunos medios dicen 3) años de edad, menor que vivía con su familia en uno de los tantos hostales ubicados en la zona centro de Bucaramanga. La muerte de la menor, a manos presuntamente de su padrastro, fue una cachetada para una sociedad que de cuando en cuando se desgarra las vestiduras exigiendo la “protección y los derechos” de los menores, pero que en esta ocasión, para esta menor, ni marcha, plantón o movilización social fueron realizadas.
La niña, una de las cientos de menores invisibles de Bucaramanga, emergió debido a un abominable hecho de violencia que nunca debió suceder, engullida por un monstruo que no pudo enfrentar ella sola, monstruo que, con nuestra indiferencia, silencio y complicidad hemos creado, destrozando con cada segundo, cada minuto que pasa, las vidas de muchos menores invisibles al interior de sus propios hogares y no solo, como mencionó el actual alcalde de Bucaramanga, en “hotel(es) donde se hospedaban las personas (que) veían como los niños eran abandonados y maltratados”.
La noticia de la menor fallecida fue inusualmente cubierta por medios de comunicación sedientos de mezquinos detalles sobre cómo ocurrieron los hechos cómo era el entorno en el que vivía la menor, la relación entre la madre de la menor con su esposo (padrastro de la menor), si eran foráneos, si trabajaban o no. A veces me pregunto cuán “relevante” son estos detalles que emergen cuando la violencia nos muestra su peor rostro, especialmente cuando la víctima es una mujer, una adolescente o una menor y siempre, siempre, la respuesta es la misma: no, no lo son. No hay, no existe razón o justificación para alimentar el morbo de la multitud a costa del dolor de una víctima que ya no puede defenderse a sí misma.
“Un niño maltratado es propenso a un hecho de abuso sexual”, manifestó Beltrán, y en esto, por primera vez, vamos a estar de acuerdo. Sin embargo, como a él o como a muchos nos sucede, esa “reflexión” no sólo debe ser realizada desde la comodidad de nuestro hogar (o desde una oficina de despacho) sino desde el conocimiento mismo de la realidad que enfrentan aquellos y aquellas víctimas cubiertas por el manto de la indiferencia social. Arrojadas al olvido.
La violencia social contra niños, niñas, adolescentes, mujeres, población LGBTIQ y personas mayores debe impulsar en nosotros nuestro más fuerte rechazo y repudio. No podemos continuar permitiendo que la indignación temporal sea la constante para estas situaciones, la excusa de algunos sectores para hacer promoción del odio y promoverse a sí mismos o para la creación de propuestas gaseosas que dicen buscar “incrementar la seguridad” dirigida a menores pero que no tienen en cuentan los contextos mismos de cómo surgen estas violencias.
¿Será que finalmente haremos algo al respecto?
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*Estudiante de maestría en derechos humanos y gestión del posconflicto de la escuela superior de administración pública ESAP – seccional Santander.
X: @DiegoR_Thorrens