Por: Diego Ruiz Thorrens/ La última vez que vi aquella joven fue a mediados del mes de octubre. Ella, mujer migrante, no mayor a los 23 años, se estacionaba desde tempranas horas de la mañana hasta finalizar la tarde, en medio de la acera que separa las vías de la carrera 27 (división de los barrios San Francisco y San Alonso) pidiendo cualquier tipo de colaboración para ella y sus pequeñas hijas.
No obstante, desde hace algunas semanas, literalmente desapareció. Es como si se hubiese evaporado. No encontrarla en el lugar dónde usualmente se hacía junto con sus dos pequeñas hijas (una bebé de brazos y otra menor de 4 años) se me hizo extraño, inquietante.
Quizá ella marchó, regresando a su natal Venezuela. Quizá siguió su recorrido, a pesar de tener a dos pequeñas criaturas a su lado. Quizá (y espero estar totalmente equivocado) la razón de su partida pudo ser totalmente distinta, mucho más oscura y complicada.
Recuerdo la primera vez que la observé arribar a la esquina de aquel semáforo. Confieso que hubo un detalle que me asombró y fue la expresión de aquella mirada: eran unos ojos color café, desafiantes, de alguien quien, a pesar de sentirse agotada, tenía a su lado dos grandes motivos para seguir adelante.
Aquella joven tenía el semblante de una mujer que había sufrido (y que seguía sufriendo). De una mujer que parecía ser transparente para la sociedad, como si fuese etérea. De una joven que, a pesar de su dolor, parecía resuelta a luchar, nunca permitiendo que nada ni nadie afectase a sus pequeñas.
Recuerdo ser testigo de algunos momentos angustiosos, aquellos dónde la observé llorar, aunque ella tratase de disfrazar su tristeza. Era un llanto silencioso, amargo, aunque a veces profundo y abundante. Principalmente, era en los momentos dónde sus pequeñas hijas pedían algo de comer o cuando la bebé no paraba de llorar. Algunas veces, se desmoronaba después de recibir alguna llamada en lo que parecía un pequeño celular. El rito era casi siempre el mismo: la llamada, el silencio, las lágrimas… y el abrazo a sus pequeñas. Siempre fuerte, intenso.
Con el pasar de los días su piel y su cuerpo comenzaron a cambiar, notoriamente. Su rostro era más afilado, su piel muchísimo más morena, quemada por el sol. Recuerdo aquella vez que me encontró distraído mientras yo la observaba de vuelta. “Buenas tardes vecino, ¿tiene alguna moneda? ¿Alguna ayudita?”, me dijo esa vez. Yo le contesté (con honestidad) que no tenía absolutamente nada. Ella no dijo nada. Yo seguí mi camino, dispuesto a continuar con alguna vuelta o diligencia que ya en este momento no puedo lograr recordar.
Aquella expresión, delgada, agotada pero serena, me hizo recordar la mirada de otras mujeres, todas migrantes, cuyos ojos ahora recuerdo porque fueron miradas que tuve la oportunidad de observar. Rostros que detallar. Voces que escuchar. Algunas de ellas partieron de regreso a su natal Venezuela. Otras, perecieron en la búsqueda de medicamentos o de algún tratamiento que les permitiera salvar sus vidas. Muchas otras murieron en total anonimato, sin posibilidad de ser lloradas. De ser repatriadas.
Algunas fueron borradas, aniquiladas, desvanecidas o desaparecidas por algún macho que consideró que, al querer ‘ayudarlas’, automáticamente sus vidas ya no les pertenecían. Ahora eran propiedad de otros, de ellos, a total disposición de ser desechadas cuando ellos quisieran. Recuerdo tres dolorosas historias: dos de ellas de jóvenes mujeres migrantes asesinadas por quienes dijeron ser sus parejas aquí en Bucaramanga. La única superviviente, después de golpes, intentos de asesinato y de un irreparable daño psicológico, lo logró huir gracias a la ayuda de personas que decidieron, desinteresadamente, ayudarle económicamente a huir, protegiendo así su vida.
En días pasados leí que entre enero de 2019 y lo que llevamos recorrido del 2020, al menos 101 mujeres migrantes fueron asesinadas en nuestro país, cifra que honestamente, no creo que realmente haga justicia. ¿Por qué? Porque puedo estar totalmente seguro que la cifra fácilmente es mucho, muchísimo más alta. El subregistro de muertes, desapariciones y homicidios puede ser mucho mayor de lo que podemos pensar, más en nuestro país, dónde el acceso a la justicia, a la salud, a la atención integral de las niñas, adolescentes y mujeres migrantes sufren todo tipo de traspiés.
Sigo pensando en aquella joven con sus dos pequeñas niñas, y solo espero, deseo y aspiro con todo el corazón que se encuentren bien, mientras me sigue carcomiendo la rabia, la impotencia y falta de decisión por no haber hecho algo por ella. Por ellas.
Hace algunos días, mientras visitaba la zona, le pregunté a una señora que siempre estaba pendiente de la joven y de sus niñas si sabía algo de aquella anónima mujer. Su respuesta fue angustiosa: “la última vez que la vi tenía golpes en sus brazos, y la encontré muy pero muy triste. Dios quiera que dónde se encuentre con sus niñas se encuentre sana y salva”.
¿Habría sido ella víctima de algún tipo de violencia? ¿Por qué nunca nadie hizo, hicimos, algo por ellas? ¿Se encontrarán ella, su hija, su bebé, en algún lugar seguro?
*Estudiante de maestría en derechos humanos y gestión de la transición del posconflicto de la escuela superior de administración pública – ESAP.
Twitter: @Diego10T