Por: Rubby Flechas/ Cada vez que escuchamos sobre el glifosato pensamos en erradicación de cultivos ilícitos. El tema ha sido controversial desde 1984 cuando en el período de Belisario Betancur se dio vía libre para su uso en la lucha contra las drogas a pesar de las reservas de expertos internacionales que al no poder establecer en ese momento consecuencias de su uso, recomendaban no implementarlo. Aun así, empezó a usarse por razones de seguridad nacional.[1]
Al paso de esta discusión han salido varios grupos sociales que consideran controversial su uso en la lucha antidrogas, no sólo porque la importancia relativa de la tierra en la producción de cocaína en Colombia es de aproximadamente 22%, mientras que la importancia relativa de las rutas en la tecnología de tráfico es de cerca de 92%. O porque el costo para reducir en un kilogramo la cantidad de cocaína que llega a los Estados Unidos atacando la producción es de aproximadamente 163.000 dólares, mientras que el mismo costo, atacando el tráfico, es de aproximadamente 3.600 dólares – lo cual significa una alta ineficiencia en las acciones tendientes a la reducción de cultivos[2]– sino especialmente por los ya demostrados efectos colaterales en la salud humana, la afectación a fuentes hídricas y al ecosistema en general.
Mejor dicho, además de que los cultivos son poco representativos y rápidamente renovados en el negocio del narcotráfico, es el eslabón más costoso comparado con los costos en la desintegración de rutas, y peor si se suman las externalidades negativas que genera el uso de productos como el glifosato.
En este punto de inflexión de dos discusiones particulares; la lucha contra el narcotráfico y el uso del glifosato hay una vertiente en la que no hemos profundizado.
Es de esperar que la política antidrogas abra otros debates, como el del uso de un herbicida sistémico de amplio espectro que cuenta con evidencia limitada y poco concluyente sobre los efectos que causa en la salud de los seres humanos, aunque suficiente para determinar que la exposición tiene un potencial de causar daño.
No es gratuito que la agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) clasifique al glifosato con el II grado de toxicidad, siendo el grado I el de mayor toxicidad y el IV el de menor.
Lo curioso es que la mayor parte de la discusión sobre su uso se centre en lo que respecta a la política antidrogas, que representa un 5%, mientras que el 95%[3] del pastel se encuentra en el sector del agro donde se hace uso sistemático, no solo de este, sino de muchos otros productos químicos que tienen incluso mayores efectos secundarios que el glifosato.
La valoración de la discusión en el marco de los cultivos ilícitos, donde al hacerse de manera aérea y en una concentración de aproximadamente 80%, afecta un mayor rango que una aplicación local en un cultivo lícito con un 20% de concentración no debe distraernos ni silenciar esenciales como la conveniencia de mantener su uso generalizado.
El uso comercial de estos productos no solo genera los mismos efectos negativos que se discuten en la lucha contra las drogas hacia quienes tienen contacto directo o indirecto con ellos, los ecosistemas y las fuentes hídricas aledañas a los cultivos.
Sobre todo, hay que considerar que el glifosato abarca el 40% del mercado de herbicidas en el país, que es utilizado de forma extensiva en el territorio colombiano y que afecta la calidad de los productos alimentarios que llevamos a nuestros hogares.
Alimentos contaminados que posteriormente afectarán nuestra salud como consumidores y que, a largo plazo, pondrá en graves aprietos a generaciones enteras que tendrán que enfrentar problemas ambientales como consecuencia de su uso.
La discusión sobre el uso del glifosato en la lucha antidroga es importante, pero claramente hace parte de algo mucho más grande de lo que poco hablamos, y cada vez es más urgente ubicarlo en la agenda pública. Ya se han planteado alternativas sostenibles, y con un empujón en I+D para desarrollar y mejorar dichas alternativas se hará más posible que logremos reducir los efectos nocivos de los productos químicos en el agro. Es hora de que la voluntad política, la academia y los ciudadanos abran el debate sobre el 100% del pastel, del que inevitablemente todos nos alimentamos.
*Economista, especialista en gobierno, gestión pública, desarrollo social y calidad de vida.
Twitter: @rubbyflechas
Instagram: @rubbyflechas
(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor).
[1] El Espectador. (2015) La enredada historia del glifosato
[2] Alejandro Gaviria y Daniel Mejía (2011) Políticas antidrogas en Colombia: éxitos, fracasos y extravíos, Capítulo II. Políticas de reducción de oferta y demanda; Políticas antidrogas en el Plan Colombia: Costos, efectividad y eficiencia.
[3] Colombia Check (2020) En Colombia se usa glifosato en cultivos legales, pero en mucho menores concentraciones que en coca.