Por: Diego Ruiz Thorrens/ Inicialmente, el siguiente artículo iba ser titulado “Me gustan los estudiantes”, inspirado en la canción compuesta por Violeta Parra, interpretada en 1965 por Ángel Parra y su guitarra e inmortalizada por la potente voz de Mercedes Sosa: Que vivan los estudiantes / Jardín de nuestra alegría / Son aves que no se asustan / De animal ni policía / Y no le asustan las balas / Ni el ladrar de la jauría / Caramba y zamba la cosa / Qué viva la astronomía!
La razón del cambio es porque tanto en Santander como en toda Colombia, a pesar que miles de jóvenes estudiantes han salido a marchar pacíficamente palmo a palmo, hombro a hombro con sindicatos, organizaciones de variada índole (animalistas, culturales, ecologistas, políticas, etc.), vibrando, danzando, cantando… enfrentando y resistiendo la violencia, afirmar que únicamente han sido los estudiantes quienes continúan marchando, sería incorrecto de mi parte.
No obstante, es imposible refutar que son los jóvenes (en su más amplia y más bella amalgama) quienes continúan resistiendo, preocupados por un futuro que cada día es más y más incierto. Son ellos quienes reafirman la necesidad de exigir, de pedir y luchar por sus derechos, por un mejor mañana, mirando hacia el futuro. Nuestro país necesita cambiar su horizonte, y la actual generación ha entendido claramente este mensaje.
Mientras tanto el gobierno nacional, por medio del uso excesivo de la fuerza pública (llámese Policía, Esmad) y sus fuerzas militares, en un claro y transparente desprecio por la vida de los jóvenes, continúa atacándoles de frente, sin ningún tipo de pudor o remordimiento. Y lo peor, es que lo niegan impunemente ante un Mundo que les observa.
La rabia e indignación que sienten los jóvenes por el actual escenario social y político es legítimo, esto debe quedarnos claro. Con cada golpe recibido, cada insulto, cada acción bélica arrojada por las fuerzas públicas y militares, se transforma en un nuevo sentimiento que aleja a los jóvenes del miedo a morir, impulsándoles a salir y enfrentar la violencia. Este sentimiento es comprensible, porque también lo he sentido y experimenté varias veces en mi vida.
La primera vez que salí a protestar (dicho sea, la primera vez que sentí mis ojos arder por los gases lacrimógenos y el calor de la sangre que cubrió totalmente mi rostro debido a un porrazo que me dio, sin justificación alguna un patrullero) fue en una fecha que quedó plasmada en la memoria del departamento de Santander: 20 de noviembre de 2002. En medio de una cruenta batalla entre estudiantes, patrulleros (vigilancia) y miembros Esmad, ante la mirada atónita de decenas de personas que insistentemente buscaban impedir el ingreso a la fuerza del ESMAD al campus universitario, un estudiante de tan solo 18 años de edad fue asesinado.
El nombre de aquel joven era Jaime Alfonso Acosta Campo, estudiante de tercer semestre de ingeniería mecánica. El detonante de dicha manifestación, fue la imposición por parte de la rectoría UIS (Universidad Industrial de Santander) de la seguridad privada e instalación de cámaras en todo el campus. El impacto de aquella muerte fue difícil de borrar, consiguiendo mi retiro parcial de la UIS durante casi 3 años, retornando a finales del 2005.
5 años después (2007) de aquel suceso, la pesadilla nuevamente se repitió: Jaime Alberto Acevedo Ramírez, estudiante de quinto semestre de licenciatura de matemáticas, fue gravemente herido por un cuerpo extraño metálico, falleciendo a los pocos días después por lo que posteriormente, fue (re)conocido como “negligencia médica” por parte del personal médico del Hospital Universitario de Santander.
Ambas muertes acontecieron en medio de enfrentamientos entre jóvenes y fuerzas policiales, apoyadas indirectamente por la presencia de las fuerzas militares, imperando la impunidad para ambos casos. Los sucesos de aquella época no distan de los actuales sucesos que ahora se repiten, todos los días, una y otra vez, en distintas ciudades y municipios de nuestro país.
Sin embargo, este año a diferencia de años anteriores, las manifestaciones recogen no sólo el descontento que sienten millones de colombianos (entre ellos obviamente, miles de jóvenes) ante un gobierno corrupto y negligente, sino que se integran, se fusionan con el sentimiento de desasosiego que en la actualidad atrapa a las juventudes, malestar que cada día es más profunda y más agobiante: a la sensación de no futuro, de mayores e imposibles obstáculos para alcanzar una vida digna, se unen el descontento general ante un gobierno que no ha sabido entender ni escuchar la necesidad de los jóvenes, de los campesinos, de los líderes y lideresas sociales, de aquellos que renunciaron a las armas para apostar por la paz y de todos aquellos que siguen siendo vistos como ciudadanos de segunda y tercera categoría, demostrado de manera persistente su poco o nulo interés (dícese, desprecio) en protegerles o por brindarles un mejor mañana.
Existen cientos de razones que validan la voz y los reclamos de los jóvenes, y el Estado Colombiano, en vez que escuchar el grito de ayuda, recurre a la violencia estatal, buscando así reprimirlos. Cada día que pasa, aumentan los casos y reportes de violaciones a los derechos humanos, de la violencia armada y la violencia sexual cometida por policías contra civiles.
Por esta y muchas razones más (derecho a la salud, a la educación de calidad, a un trabajo digno, al libre desarrollo de la personalidad, a ser libres, a la cultura, al arte, a decidir libremente lo que más puede beneficiarles a ellos sin recurrir a los actos de coerción o amenaza), tenemos el deber como sociedad de rodear a los jóvenes, acompañándoles en el sueño y la lucha de vivir en un país donde quede atrás la corrupción (y otras hechos vandálicos) que el actual gobierno se esforzó en criticar de anteriores periodos, pero que en el propio han llegado a un nivel de descaro supremo.
Por ello, no quisiera decir únicamente “que vivan los estudiantes”, sino “que vivan las juventudes”, y de paso, darles las gracias por su fuerza, su energía y su intensa efervescencia. Fuerza muchachos. Siempre adelante.
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*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y gestión de la transición del posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública – ESAP Seccional Santander
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