Por: María Isabel Ballesteros/ Cuando a los de mi generación nos preguntaban qué queríamos ser cuando grandes, además de médicos, enfermeras, profesores, astronautas o bomberos muchos decíamos sin dudar: “policías”, pues en nuestra mente de niños, serlo era algo admirable o importante; de hecho la relevancia del policía y su rol no ha cambiado dentro de la estructura social, a pesar de las tendencias maliciosas que promueven irse contra todo lo que signifique autoridad o de los errores que algunos puedan cometer, afectando su imagen.
No desconozco que nuestra policía debe seguir trabajando en mejorar sus protocolos para mantener el orden público, prepararse constantemente para enfrentar los nuevos retos que surjan y contrarrestar, desde adentro, cualquier práctica corrupta, pero la estigmatización que se pretende imponer sobre ellos es un arma sucia, pues las debilidades humanas están presentes en todos los campos y utilizarlas para debilitar los cimientos como la seguridad y confianza que nos dan las instituciones también es perverso.
Por ello, finalizando el 2021 y evaluando lo que ha venido sucediendo en el país, en medio de la pandemia, donde nuestra tranquilidad se ha visto comprometida durante las jornadas de protestas y la delincuencia común, las bandas criminales y los ataques urbanos, por parte de las guerrillas, siguen en aumento, no podemos negar que parte de los grandes protagonistas del año han sido nuestros policías, que al 9 de octubre, según informe de MinDefensa, habían perdido a 47 de sus integrantes, la mayoría de ellos patrulleros o personal de base.
En este contexto, ser policía en un país como el nuestro es tan riesgoso como ser un líder social, lo cual en sí mismo es un verdadero acto heroico, pues las balas pueden provenir de cualquier lado y en el caso de los agentes desde el infame “Plan Pistola” o la cotidianidad, donde muchos actos delictivos ahora parecen sacados de películas, como el que vimos ayer con el intento de robo a una fundidora de oro, en Medellín, o durante la protesta social donde nuestros agentes han servido sin distinción a partidarios o no del gobierno, pues finalmente todos llamamos a la policía cuando nos vemos en peligro o somos víctimas de algún acto criminal.
Por esa razón, pretender involucrar dentro del discurso político a nuestros policías como enemigos o partidarios de cualquier ideología es absurdo, pues su sujeción al presidente es una decisión constitucional que aplica sencillamente para quien esté gobernando y donde ellos tienen como deber garantizar la libertad y el orden que exige el ejercicio de la democracia, lo cual muchos siguen sin entender al querer ponerlos en la misma balanza, por la ineficiencia de los poderes ejecutivo, legislativo o judicial y creando hacia la institución un clima de incertidumbre.
Además, no podemos desconocer que nuestros policías tienen muy bien ganado su lugar en la historia de Colombia, pues siguen lidiando con el conflicto armado del país que los ha llevado, incluso, a enfrentarse solos a los grupos armados y delincuenciales, en diversas poblaciones, terminando igualmente victimizados dentro de esta guerra que no cesa, con herramientas que siguen siendo deficientes a la hora de actuar y superados en número, en zonas dominadas por la delincuencia donde son un blanco fácil.
Otro aspecto que me parece alarmante con respecto a la Policía Nacional es la despreocupación de los gobernantes no solo porque en lo salarial nunca han estado remunerados acorde con el riesgo que corren, sino porque es deficiente el aumento del pie de fuerza como algo prioritario, a pesar de que las estadísticas muestran disparados los hechos delincuenciales.
De igual manera, para que recobre sentido la pérdida de tantas vidas valiosas y todo el despliegue contra la inseguridad, la labor policial debe articularse con una administración de justicia que realmente sirva para controlar estos fenómenos y no dé la percepción de “puerta giratoria” de la que tanto hablan los medios, por la impunidad reinante, la carencia de herramientas o la prevalencia de procesos que obstaculizan el sano ejercicio del poder judicial y la falta de infraestructura y presupuesto para mantener a quienes nos hacen daño o son un peligro para la sociedad.
Pasados 130 años desde que el presidente Carlos Holguín Mallarino firmara en 1891 el Decreto 1000 para crear un cuerpo de personas dedicadas a proteger a la ciudadanía, en todo el territorio, y que hoy conocemos como Policía Nacional de Colombia, no me queda más que expresar un inmenso gracias por sus actos de servicio, valor y compromiso, recordando que el eslogan “Dios y Patria” va más allá de una frase bonita, pues en mi experiencia personal me he sentido resguardada y reconocida y este mismo sentimiento es compartido por otros colombianos, que también mantienen la esperanza de ver una institución cada vez más fortalecida y confiable.
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