Por: Andrés Julián Herrera Porras/ Curiosamente, en los documentos jurídicos tradicionales, la palabra «vecino» se usa para identificar a alguien como habitante de una localidad. «Fulano, vecino de Bogotá», se lee en registros y contratos, como si la ciudad entera fuese su barrio. En este uso formal, la palabra conserva el sentido de pertenencia y arraigo, aunque muchas veces Bogotá sea una ciudad de paso, un lugar donde la gente llega de todas partes y se reinventa. Un lugar donde, a pesar de las distancias emocionales y las diferencias de origen, compartimos un mismo territorio y un destino común.
La etimología de la palabra «vecino» proviene del latín vicinus, que a su vez deriva de vicus, que significa aldea o barrio. En su raíz más antigua, el término aludía a la cercanía física, pero con el tiempo fue adquiriendo una carga social y comunitaria: el vecino no es solo quien habita cerca, sino quien comparte una cotidianidad, un conjunto de normas implícitas de convivencia y, en cierto sentido, una responsabilidad mutua.
Pero, ¿qué significa ser vecino en una ciudad que no siempre fomenta la convivencia? En un espacio donde las torres de apartamentos albergan a cientos sin que se conozcan sus nombres, donde los desplazados y migrantes se mezclan con bogotanos de generaciones, «vecino» es una paradoja. Se es vecino sin serlo. Se comparte el espacio, pero no siempre la vida. Vivimos separados por paredes, calles y rutinas frenéticas, a menudo sin reconocer la humanidad del otro, sin notar que detrás de cada rostro anónimo hay una historia, una lucha, un anhelo similar al nuestro.
Desde una perspectiva filosófica, podríamos preguntarnos si la vecindad es solo una cuestión de cercanía espacial o si implica, en el fondo, un compromiso ético con el otro. Levinas hablaría del «rostro del otro» como un llamado a la responsabilidad, una invitación a reconocer al prójimo no solo como una presencia en nuestro entorno, sino como alguien con quien estamos interpelados a construir una relación. En ese sentido, ser vecino no se limita a compartir el mismo edificio o la misma cuadra; es asumir que, de alguna manera, nuestra vida está tejida con la del otro, que construimos un nosotros.
A pesar de esto, hay momentos en los que esa condición de vecinos cobra sentido. En las crisis, en la adversidad, en los pequeños gestos cotidianos de solidaridad: alguien que sujeta la puerta del TransMilenio, el comerciante que fía un pan al que lo necesita, el desconocido que nos ayuda a cargar una bolsa pesada. La vecindad, en el fondo, no es solo cuestión de proximidad, sino de reconocimiento. Es la conciencia de que compartimos más que calles y edificios: compartimos una ciudad que es hogar y refugio, escenario de encuentros y desencuentros.
Quizá Bogotá, con su uso espontáneo de «veci», nos esté recordando que, aunque la ciudad parezca impersonal, siempre podemos elegir tratarnos como vecinos. Podemos elegir mirarnos y reconocernos, así sea por un instante en una conversación callejera, en una sonrisa ofrecida sin razón aparente. Porque, al final del día, un vecino no es solo quien habita cerca, sino quien nos recuerda que, en esta gran ciudad — en cualquier gran ciudad—, por caótica y desordenada que sea, ninguno debería sentirse completamente solo.
Apuntaciones
- La selección perdió el partido que pudo ganar, es tiempo de replantear el equipo y quizá asumir más riesgos en la medida en que se observa que un partido se puede ganar.
- Vicky Dávila sigue en su campaña y simplemente debo recordarle, a quien quiera leer, que la “periodista” se aprovechó de su poder en medios de comunicación para empezar la campaña de forma disfrazada. No todo puede valer en política y el electorado debe demostrarlo.
- Seguimos orando por el Papa Francisco.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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