Por: Rubby Flechas/ A principios de este año, Transparencia Internacional dio a conocer los resultados del Índice de Percepción de la Corrupción (IPC) 2020 el cual mide los niveles percibidos de corrupción en el sector público según expertos y empresarios. En esta edición, Colombia obtuvo una calificación de 39 puntos sobre 100, donde 0 significa corrupción muy elevada y 100, ausencia de corrupción. Una calificación por debajo de 50 puntos indica niveles de corrupción muy serios en el sector público de un país.[1]
Lo interesante del barómetro es que abarca la corrupción en la mayoría de sus ángulos. Sin embargo, sigue teniendo la parcialidad de quien lo analiza y da su percepción. En el caso de nuestro país, podríamos decir que la mayoría estamos de acuerdo en que nuestro sector público está permeado por la corrupción, y muchos dirían que este mal está en un gran porcentaje del sector, tal y como lo captura el IPC.
Un vivo ejemplo es el reciente escándalo por el contrato de MinTIC y Centros Poblados donde están enredados 70 mil millones de pesos.
Este particular caso tiene tantos escondrijos que bien podría ser un laberinto sin salida donde nunca sabremos toda la verdad, sin embargo, llama la atención la cobertura y las reacciones que ha generado. Esta forma de reaccionar no es nueva, y como sociedad hemos empezado a repetirla continuamente en circunstancias similares.
El reto de todos los planes anticorrupción es efectivamente evitar la corrupción, pero poco hablamos como sociedad de los incentivos para denunciar dichos actos. Poco hablamos sobre cómo afrontar una denuncia interna.
Más allá de los resultados de las investigaciones, parece que hemos construido un discurso anti corrupción que castiga a los denunciantes. Por un lado, exigimos transparencia, y funcionarios íntegros, pero por el otro, juzgamos a los funcionarios que denuncian y los culpamos de los males que ellos mismos piden investigar.
Nos convertimos en jueces y no aplicamos en ningún caso la famosa frase de “inocente hasta que se compruebe lo contrario” o el “actuar de buena fe”. Al parecer, ya no creemos en las buenas intenciones y asumimos que los actos son de mala fe por descarte. Alguna vez escuché entre pasillos alrededor de una denuncia hecha por un funcionario sobre malos procedimientos en su propia oficina, que lo hacía porque no le habían untado la mano. Así de desdibujado está el panorama. La lectura era que esta persona no denunciaba por integridad, ni por cumplir una función, sino porque no fue parte del enredo.
A modo de ejercicio, si queremos que haya menos corrupción, deberíamos premiar, o al menos no castigar socialmente y dar el beneficio de la duda a quienes toman medidas al respecto, en vez de culparlas por no denunciar antes, o no “darse cuenta antes”. Los actos corruptos no vienen con marquilla, por el contrario, la mayoría de las veces son maquillados para no ser detectados fácilmente.
Así pues, alrededor de la lucha contra la corrupción tenemos nuestra propia realidad. Por un lado, aun escuchamos el discurso de “no dar papaya”, del “camino fácil” o el “pasar de agache”. Y por supuesto, re victimizamos a quien dio papaya, nos burlamos de quien toma el camino lento pero seguro, y nos parece imposible que alguien prefiera dar la cara que pasar de agache.
Parece como si en nuestro racero moral tuviéramos un área gris que no nos deja superar las barreras que generan la mayor parte de los problemas que tenemos en nuestras comunidades. Queremos que los demás se porten bien, pero esperamos que se porten mal. Es tan destructivo ese pensamiento que podría incluso desincentivar las buenas acciones. Si, aunque haga algo bien, tengo que pasar la barrera de que el otro crea realmente que lo hice bien, o, por ejemplo, que no hay mala fe, ¿para qué tanto esfuerzo? Mejor no hago nada, lo hago a medias o lo hago mal porque eso es lo que esperan de mí.
Este refuerzo negativo es bastante común en el sector público. Como sociedad queremos que no haya corrupción, pero en cada situación creemos que sí la hubo.
Es posible que el incentivo de denunciar irregularidades resulte corroído por la predisposición que tenemos de que algo salga mal cuando se trata de dineros públicos. Es posible que estemos poniendo trampas y obstáculos para desincentivar las denuncias dentro de las entidades, porque, quién querría denunciar y defenderse a la vez.
Como ha pasado desde tiempos inmemorables, culpamos al mensajero.
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*Economista, especialista en gobierno, gestión pública, desarrollo social y calidad de vida.
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(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor).
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