Por: Óscar Prada/ Simplificar el origen de la habitancia de calle, a través de una apresurada creencia colectiva es impreciso; no obstante, las leyes colombianas en la primera mitad del siglo XX lo hacían. Veamos.
Según la norma colombiana de los años treinta del siglo pasado, la mendicidad provenía únicamente de la vagancia; y esta última a su vez, era castigada mediante la relegación a colonia agrícola penal. Dicha sanción se imponía a discreción del funcionario teniendo en cuenta el “carácter antisocial del infractor”.[1]
Los habitantes de calle, eran considerados por la ley de aquel entonces, como un peligro social por estar predispuestos al delito. De ello se justificaba el aislarlos en contra de su voluntad; como medida evitativa de una eventual comisión de un ilícito.[2]
Lo anterior explica el mantra social, que cataloga a los habitantes de calle, como personas peligrosas para la sociedad, que no se esfuerzan por salir adelante, ni buscan un sustento diario. Hay diversas realidades anuladas en una creencia.
Solo por enumerar: la adicción a sustancias psicoactivas, el abandono familiar, la pobreza extrema, el desplazamiento forzado, los desastres naturales, las enfermedades mentales, y entre otras razones son las que acrecientan vivir en las calles.
Posteriormente, la Carta Política de 1991, interpreta los diversos orígenes de la habitancia de calle de forma distinta a su antecesora. Imprimió el respeto de la libre autodeterminación de las personas en las normas existentes; indicando que no se privilegia una opción de vida en particular.
Ello explica, que el establecimiento de un modelo de vida a seguir, para moldear a la sociedad de forma única y deseada; cosificaría a las personas. De ser así, el fin de los seres humanos sería la complacencia de los valores sociales a costa de sus libertades individuales.
Por más que prime la intención de ayudar a las personas sin techo; no se les puede internar contra su voluntad en un centro de rehabilitación, ni mucho menos sancionarlos o castigarlos por el hecho de mendigar o vivir en las aceras. Actuar a la fuerza es arbitrario, y quebranta la autodeterminación personal.
La libertad y responsabilidad de aquellos que moran las aceras en forjar su destino; no puede ser pretexto frente a la desidia institucional para combatir dicho fenómeno. El respeto de la libertad, no es sinónimo de indiferencia.
La poca acción de las instituciones para frenar el aumento de la habitancia de calle, aunado a fórmulas simplistas, y ausentes de estudios con enfoques interdisciplinarios; hacen que los esfuerzos no mengüen la problemática.
Ahora bien, medir los aportes propios, en razón de aquellos que realizan los demás; es el eximente perfecto para eludir el deber de actuar como humanos, que ayudan a sus pares sin techo.
El habitar la calle, no solo es un reflejo de las malas decisiones personales sumadas a las adversas condiciones sociales; sin embargo, se necesita una excusa para que la indiferencia individual, no carcoma la propia conciencia en forma de culpa.
La colectividad que tiene un techo, ve la realidad de habitar las calles como un imposible para sí mismos. La mezquindad impide que veamos a través de las personas sin techo, una extensión de nuestra condición humana.
Lejos de una reseña que no expone un punto de vista concreto; estas líneas, explican la imposibilidad institucional de adoptar medidas pragmáticas, arbitrarias e inmediatas que supriman la habitancia de las calles. Impedimento que, al mismo tiempo, suscita frustración en algunos sectores de la sociedad.
Marginar a las personas habitantes de calle, conceptuándolas como un mobiliario ajeno que debería ser desechado a la fuerza por la administración; indica que la sociedad tiene corazón de acera. Cambiar la situación, comienza en cada uno.
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*Estudiante de Derecho
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(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor).
[1] Ley 48 de 1936, denominada «Sobre vagos, maleantes y rateros»
[2] Corte Constitucional Sentencia T 043 de 2015