Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ La relación de Santander con el conservadurismo es más cercana de lo que puede parecer a primera vista. Si bien es cierto que hoy día la relación estilo de vida/ partido político no es causal, la forma en la que el pensamiento conservador de antaño se adaptó sin ningún inconveniente al clima político que trajo el cambio de siglo permitió que los votantes de antaño nunca se fueran y que, al contrario, la nueva época de inseguridad enlistara en las filas del partido una cantidad numerosa de ciudadanos a fin a los principios conservadores.
No obstante, la nueva lógica del siglo XXI puso en tela de juicio la capacidad de sensatez del mismo partido. La razón, que no tiene un punto de origen o si lo tiene se pierde en las páginas de la historia, la corrupción y el narcisismo político que se volvió un común denominador en los partidos políticos desde antes del siglo XX y que se vio potenciado por la conectividad y la transparencia de la actualidad (o por lo menos más evidente).
En el caso Santander, una mesa donde el juego esta tranzado desde antes de iniciar la temporada electoral, las alianzas políticas permiten que los más separados partidos se unan al diálogo para pensar una estrategia para el control del departamento, todos bajo el mismo objetivo: ganancias personales. No debe de extrañar, los partidos políticos son una extensión del contexto donde se encuentran, lo cual lleva a pensar los partidos políticos como cualquier otro tipo de negocio. Todo esto, hace que lo político quede debajo de lo económico (interés económico propio), puesto que, como cualquier negocio, todo movimiento se piensa bajo el cálculo económico del costo/beneficio para poder actuar de forma redituable.
Eso es lo que se esconde bajo las alianzas más contradictorias y los avales a último minuto, una operante lógica de narcisismo político que rompe los principios ideológicos a favor del beneficio económico a cualquier costo. Si lo político existe en esta temporada electoral es como medio de lo económico, como un fin personal y no como beneficio para los votantes.
El Partido Conservador, específicamente, maneja su negocio como un viejo resabiado que encuentra todo lo que hace la nueva generación como una debilidad que antes no existía. Por extensión, estos mismos seguidores nostálgicos del pasado ven toda transformación, en especial la que no los beneficia, como un peligro inminente en su estilo de vida. Su principal cualidad es lo que el filósofo Zygmunt Bauman llama un carácter retrópico, a saber, esa mirada hacia el pasado como ese tiempo utópico donde todo estuvo bien y que jamás se supo aprovechar de la manera correcta.
El Partido Conservador es un partido de retropías, unos deseosos del pasado que, en su afán de mantenerse hegemónicos en el campo político, no temen untarse hasta el último dedo. Cabe aclarar, que esta forma de manejar su negocio es únicamente por su propio interés, no por una pretensión de «bien común». Bajo la máscara del retorno a una mejor época se esconde una necesidad de mantener un poder económico y político a toda costa (algo que también se puede ubicar en otros partidos).
Es un juego de fachadas, el interés real radica en el beneficio propio y para conseguirlo se venden como los heraldos de una época en la que todo estuvo bien y en la que, según ellos, en algún punto las futuras generaciones desviaron esa visión para terminar en la crisis en la que actualmente se encuentra la sociedad y de la cual solamente ellos pueden salvarlos a todos, sin dejar de lado que realmente ellos fueron los dirigentes políticos en cada época de crisis. Partidos de este tipo, como diría el propio Bauman: «son mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado que, aun así, se ha resistido a morir, y no en ese futuro todavía por nacer (y, por lo tanto, inexistente) al que estaba ligada la utopía».
Ahí está el chiste, en que la culpa es de los nuevos aunque los viejos siempre son los que han gobernado y, paradójicamente, solamente los viejos nos pueden salvar del desastre que ellos mismos provocaron.
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