Ahí estamos todos, esperando, añorando el reencuentro con quienes nos esperan; venezolanos y colombianos; maracuchos y santandereanos; hijos de Bolívar; esclavos del capital.
Por: Fray Andrés Julián Herrera Porras, O.P/ Antonella es una niña venezolana de tan solo ocho años y su vida ha transcurrido entre la pobreza y la migración. La realidad de nuestro país vecino es un tema sobre el cual no quiero profundizar, sería tan inútil como el gobierno que allí impera; mi intención en este escrito es contar una historia que pude reconstruir, quizá inventar, a partir de muchas historias mientras esperaba un bus el 27 de diciembre del año viejo en el terminal de transportes de la ciudad de Bogotá.
Estos hijos de la que fue una gran patria, la gran Colombia, llevan años buscando nuevos lugares donde desarrollar los pocos sueños que les quedan, quizá para algunos, dichos sueños se han reducido a migrar; son migrantes que sueñan con emigrar y viven la pesadilla de su migración. Lo peor del caso, muchas veces son rechazados y excluidos por su condición, como si alguien en sus cabales eligiera salir de su país, sin dinero, sin tener ni donde recostar la cabeza.
Ella, Antonella, es solo una niña que hace parte de ese grupo sin nombres ni apellidos que nos acostumbramos a ver deambular por nuestra patria, como si el territorio fuera solo de quienes nacieron en él y no de quienes lo habitan, como si fuera solo nuestra patria y no de todos los que transitan por ella. De sus ocho años ha vivido en Colombia seis, pero en el colegio sus compañeros y los papás de sus compañeros la señalan como “la venequita”, como si ser nacida en el extranjero fuera un nuevo modo de lepra.
Allí están juntas, Camila y Antonella. Camila es solo una amiga de su mamá y está radicada en Ecuador. La mamá de Anto, por su parte, vive en Caracas mientras Antonella vive con sus abuelos en Bogotá. Así son las familias de la diáspora, todos son familia, todos son hermanos en tierras extrañas y conocidas, tierras que son suyas porque las habitan, tierras donde otros habitantes los consideran extraños como si ellos, los otros, fueran los dueños, como si la tierra tuviera dueño.
Camila no irá hasta Caracas, ella solo va hasta Barquisimeto, digo solo, porque Antonella si irá hasta Caracas, aunque el viaje de Camila ya lleva doce horas desde su residencia hasta Pasto y otras veinte desde Pasto hasta Bogotá. Luego, le esperan veinte más hasta Cúcuta y otras nueve hasta su destino final; claro, si no hay contratiempos en el camino. Anto viajará hasta Caracas, Camila se encargará de llevarla hasta donde un primo en Barquisimeto y luego, desde allí, saldrá para la capital venezolana a encontrarse con su mamá a la que no abraza hace más de un año.
Estoy sentado justo en la bahía número 18 del terminal del norte de la ciudad, se supone que el bus que debo abordar salió a las seis de la tarde del terminal salitre y debería haber llegado a las 6:45 p.m. Sin embargo, son las 7:30 p.m. y estoy aún esperando. Estoy seguro que no me he equivocado de lugar porque me rodean acentos fuertes y marcados, recios, como el que a veces pierdo y retomo, palabras lindas y familiares “mano”, “toche” y algunas más extrañas pero familiares como “chamo” que también se escuchan en medio de la fría Bogotá. Ahí estamos todos, esperando, añorando el reencuentro con quienes nos esperan; venezolanos y colombianos; maracuchos y santandereanos; hijos de Bolívar; esclavos del capital.
Yo solo llevo dos maletas, una casi llena de libros y regalos, otra con mi hábito y un par de camisas. Ellos llevan tulas que parecen enormes y pesadas. Yo llevo lo suficiente para pasar fin de año, ellos llevan lo poco que tienen, su vida entera en un par de maletas. Yo voy a pasar fin de año y unos días con mis familiares cercanos, ellos van a confirmar que los suyos sigan con vida a pesar de las dificultades, a darse ánimo y a seguir en su travesía.
Antonella es linda, tiene una chaqueta roja y unos audífonos con forma de orejas de gato, me recuerda a mis primitos. Camila tan solo tiene 18 años, pero la cuida con la responsabilidad de una mujer de 30. Es una escena tierna y melancólica, no tengo idea de cómo les irá en su viaje, nuestros buses llegan a tiempo, ellas abordan el suyo y yo el que me corresponde, es tiempo de tomar carretera y migrar.
Apuntaciones
No sé si fue la mejor forma de decirlo. A pesar de ello, estoy de acuerdo con el presidente Petro en que es urgente generar una garantía alimentaria producida en Colombia para nuestros niños y niñas. La soberanía alimentaria es un tema urgente y de los mínimos que debemos tener presentes para la crisis económica de nuestro tiempo.
Este es un año electoral. No podemos dejar que los clanes siguen reinando en nuestros departamentos como si fueran feudos pequeños con monarcas establecidos, el poder no se puede heredar en una democracia.
Murió Benedicto XVI, un gran ejemplo de responsabilidad con el poder. En un mundo donde los ex presidentes quieren seguir gobernando él supo dar un paso al costado por el bien de la institución que por derecho podía gobernar hasta su muerte.
El 2023 que inicia es un año lleno de retos para todos, desde esta columna les deseo que todas sus metas se lleven a cabo. No olviden que la única forma de lograrlas es trabajando cada día por ellas.
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*Abogado. Estudiante de la licenciatura en Filosofía y Letras. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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