Yuryi se encendió un cigarrillo y lo dijo de forma natural, casi sin pestañear. Había estado hablando de su hija, de cuatro años, y de su antiguo trabajo, como empleado en una empresa de turismo. Cosas de todos los días. Cuando oyó el ruido de las sirenas antiaéreas provenir de la App del teléfono celular, ya era tarde. Aquellas imágenes ya se habían metido en su cabeza, no podía desprenderse de ellas. Había sonreído hasta ese momento. Ahora ya no. Fue entonces que lo dijo.
“Mi cuñado murió hace pocos días en el último ataque ruso sobre Lviv (ciudad del oeste de Ucrania), pasaba por ahí, y le tocó. Tenía tres hijas, una tuvo que volver del extranjero para el funeral”, afirmó.
Ucrania sabe en estos días a un país extraño, en el que la vida es efímera, volátil. Multitudes de mundos desemejantes conviven a la sazón, en las conversaciones privadas de la gente y según la geografía. En el oeste del país, existe una normalidad parcial, los ataques son ahora esporádicos, y en las fronteras con Europa largas filas de vehículos hacen cola para regresar a un país cuyo nombre suscita temor en cualquiera que no haya vivido una guerra.
También en Kiev, y en los cercanos pueblos que por tantas semanas hicieron de escudo al avance ruso hacia la capital ucraniana, la vida ha empezado a regenerarse. Varias tiendas han reabierto, hay embotellamientos, y continúan los análisis sobre los cuerpos de los asesinados hallados en las aéreas ocupadas por semanas por las fuerzas rusas, donde, según ha reconocido incluso la ONU, hay indicios de que hubo ejecuciones sumarias.
Mientras, el terror y la sangre se amontonan en el este y sur del país. La realidad impresiona porque la situación es incluso más grave que lo que los medios logramos retransmitir. Centenares de desesperados siguen huyendo; viajan sucios y desnutridos desde el Donbass y la martirizada Mariúpol, ciudad, desde hace pocos días, prácticamente bajo control ruso tras una resistencia que ha durado dos meses. Llegan a grandes ciudades como Zaporiyia, en el sur, o Dnipro, en el centro del país, pero también a los pequeños pueblos de las llanuras de la zona, guiados a menudo por una población local que les atiende y les ayuda, como puede, a escapar.
Es en estos lugares que personas comunes -sin más formación que la voluntad de no dejar a nadie atrás- se han convertido en otro ejército: uno que ha organizado incluso líneas telefónicas de asistencia para los que corren peligro de vida. Los atienden a cualquier hora, guiándolos por las rutas que se creen menos peligrosas, dándoles información sobre posibles ventanas para sus salidas, organizando el envío de autobuses para rescatarlos, y luego escondiéndolos en improvisados refugios cuya ubicación exacta solo conocen aquellos que forman parte de estas redes de ayuda anónima.
Es el propio Gobierno ucraniano el que ha dicho a los civiles que deben huir de los pueblos orientales y sureños que se han convertido en primera línea de combate. Allí apenas hay fuerza para frenar el pillaje, la destrucción y la muerte que pueda venir en los próximos días y semanas, cuando se cree que aquí se recrudecerán -aún más- los combates entre los dos ejércitos, sus voluntarios y sus mercenarios.
Los pronósticos no son buenos. Según la idea de algunos militares de Moscú, sus tropas deberían ocupar ya no solo el este de Ucrania, sino también el sur de Ucrania hasta Transnistria, lo que implicaría dejar a Kiev sin salida al mar Negro y crear más tensión en esta región que, desde la caída de la Unión Soviética en los noventa, se mantiene separada de la República de Moldavia (aunque no haya sido reconocida por la comunidad internacional). De ahí que algunos crean que pueda ser otra jugada de éxito para Rusia, país que ya tiene tropas en Transnistria.
Pese a que aún no ha habido avances significativos de las fuerzas rusas en localidades estratégicas como Slaviansk y Kramatorsk, el anuncio ha dejado blancos a varios en Ucrania. Con toda probabilidad, incluso al propio Volodímir Zelensky, el presidente ucraniano —usualmente muy hábil y rápido en su manera de comunicar—, quien el viernes tardó horas en reaccionar después de que la información se difundiera.
Es también en las carreteras de Ucrania en donde a menudo los universos ucranianos se mezclan. Los camioneros, cual héroes anónimos, viajan por estas rutas kilómetros y kilómetros, sin apenas ser vistos y en el intento de seguir cumpliendo con su tarea de llevar bienes, productos y comida a todo el país. Se mueven por caminos de un solo carril, entre camiones que transportan carros de combate y soldados que quieren luchar en la guerra, parando en estaciones de servicio donde hay colas para abastecerse de gasolina y en restaurantes de comida cosaca.