Por: Adrián Hernández/ Se acerca el 22 de abril, fecha declarada por la ONU como el Día Internacional de la Madre Tierra. Seguramente se harán conmemoraciones y actos que ojalá lleven a la toma de conciencia de la urgente necesidad de cuidar el lugar donde vivimos y habitamos. Donde pasamos días sabrosos en compañía de las personas que amamos y nos aman.
Pero más allá de los actos y de las celebraciones, lo que nuestro amado planeta requiere es que cese toda acción contaminante. Que las fabricas dejen al menos por unos instantes de emitir el dióxido de carbono. Que los motores de los carros se apaguen. Que el movimiento del plástico se detenga. Que los tapabocas sean destruidos, por lo menos que las bandas que los sujetan a las orejas, sean rotas, para que los animales no queden atrapados.
No es una tarea de unos pocos, es el oficio del 100 por ciento de los habitantes, exceptuando a los infantes que aún no han completado el proceso de maduración de la corteza cerebral, y tal vez algunos más que la naturaleza mismo los dejó con limitaciones; por lo demás, todos estamos llamados a hacer acciones significativas con nuestro planeta.
La espiritualidad y el compromiso con el medio ambiente
Algunos años atrás cuando estaba en el ejercicio sacerdotal, recuerdo una ocasión en la que invitaba a los asistentes de una misa dominical, a que en ese siguiente lunes pusieran toda su atención en el papel del dulce que se iban a comer o el plástico que sobraba del envoltorio de los alimentos para que no se les fuera a caer en la calle. Alguien que estaba en la celebración al final se me acercó y me dijo: “dedíquese a hablar de Jesucristo, que es por lo que yo vine a escucharlo”.
Le dije perdone si le molestó mi invitación, pero tal vez no sea usted quien sufra las consecuencias de la inundación que va a provocar ese desecho, porque va a taponar las cañerías y el menos favorecido es quien lo va a perder todo. ¡Dio media vuelta y se fue!
A veces se confunde la vivencia religiosa con el compromiso en la vida diaria. Y acá no voy a encontrar quien tiene la culpa, si el predicador o el oyente. Pero sí quiero señalar que hay predicadores con la mirada puesta en el cielo, enfocados en que las personas vayan a Dios y olvidan que el reinado de Dios es muy cerca, está en el piso, está en la tierra; es más, está en el corazón de cada persona. El mandato es claro: ama a Dios con todas las fuerzas de tu corazón, ama al prójimo como así mismo.
Pero las personas siguen pensando que lo importante es amar Dios y lloran y se dan golpes de pecho, a la par que el predicador sacude las manos, poseído por esa fuerza divina. Fuerza que se calma cuando el feligrés, como suelen llamarlo, saca de su bolsillo el diezmo. Pero se olvidan de hacer sentir la pertenencia por el ambiente interior y el exterior que son los que en últimas generan el bienestar y comprobado está, posibilitan la sanación.
Todo encuentro con Dios independientemente de la forma que sea bajo el credo que se profese, debiera estar cargado no tanto del carácter pecaminoso cuanto del compromiso con pequeñas acciones diarias por el cuidado de lo natural. Esto incluye el cuerpo y por supuesto todo cuanto está alrededor. La conciencia del consumo de alimentos que no contaminen, que su producción hubiese estado alejada del uso desmedido de plaguicidas y contaminantes, así como el cuidado que debió tenerse para su cosecha relacionado con la deforestación y el cuidado de manantiales y reservas forestales. ¡Y no exceptuando que hubiese sido un comercio justo!
Así mismo, ir al encuentro con Dios en la misa o en el culto, debiera generar la pregunta: ¿Qué voy a hacer esta semana para que mi planeta no siga gritando dolorosamente como lo está haciendo con el aumento de temperaturas y descongelación de los polos? ¿Qué puedo hacer para que mis coterráneos, las demás especies, no se sigan extinguiendo?
Más allá de la pregunta: ¿mi alma ya está en las manos del demonio?, la pregunta debiera ser: ¿en mi hay tanta bondad para conmigo y para todo cuanto me rodea de tal manera que todos los seres sean felices?
Siendo la espiritualidad una dimensión tan fundamental en el ser humano, el que hacer religioso debiera centrar todos los esfuerzos por lograr esa anhelada comunión, perdida por aquella mala interpretación donde se afirmaba que el ser humano estaba dotado de un poder superior lo que le permitía dominar todo y someterlo todo.
En el año 2015, el papa Francisco, ha dejado claro esta ambigüedad, en su encíclica Laudato si. Personalmente no conozco otro texto venido de otro contexto religioso que haga hincapié en cuidar el medio ambiente y a realizar acciones en favor de su conservación y sobre todo a enfatizar que el ser humano no es más que los demás seres y tampoco es amo y señor de todo cuanto existe.
Este documento de Francisco, que poca divulgación ha tenido a mi parecer, fortalece los cimientos de la eco teología que invita a descubrir en toda la creación ese rostro de amor, bondad, generosidad y abundancia que en seguida nos adentra en la comunión íntima con los atributos propios de Dios.
El contacto con la naturaleza, elemento terapéutico para el espíritu
Dado que el problema se ha ido alejando de toda posibilidad de manejo y a veces la solución la vemos en las políticas de gobierno o en entes alejados de nosotros mismos, la vuelta al encuentro consigo mismo y en el interior con el poder Superior puede ser parte de la solución. Aquí, sí hay cabida para vivencias espirituales profundas dado que nos salimos de los ámbitos religiosos exclusivos y damos campo para que agnósticos, ateos y creyentes podamos marchar al unísono.
La sutileza de Francisco de Asis en quien el papa se inspira, es la que lleva al cantico de Alabado seas, y no es para menos, pues cuando se camina descalzo sobre el prado verde o se pisan las hojarascas y el crujido de estas se deja escuchar en el silencio del bosque, el espíritu se revitaliza.
Cuando avanzamos por los caminos y contemplamos el sol poniente o saliente, cuando nos damos el lujo de recibir la lluvia o tomamos el fruto del árbol y lo saboreamos, cuando nos vemos rodeados por las azucenas, los lirios, las crisantemas , cuando nuestros oídos se deleitan con el cantar de las aves, cuando vemos saltar los peces en los ríos o a los delfines jugar en el mar, es cuando la vida, la nuestra, la que hay en mí, se renueva y a estos instantes son a los que podemos llamar: ¡Espiritualidad verde!
¿Qué les parece si empezamos por sembrar un árbol, a no poder más a en un envase de gaseosa abandonado y lo colgamos así sea en la cabecera de nuestra cama? Es un árbol nuevo y uno más en este gran manto verde que queremos tejer de nuevo.
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*Filósofo y teólogo, Psicólogo Universidad Nacional, Magister en Biociencias y Derecho Universidad Nacional, MBA Inalde Bussines School. Director Programa Inteligencia Espiritual Medirex.
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