Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ Existen muchas formas de pensar una historia de la violencia en Colombia, el Centro de Memoria Histórica es el mejor punto por el cual empezar, sin embargo, tras el Acuerdo de La Habana se esperaba que la antigua lógica del silenciamiento del otro por vía armada fuera cosa únicamente de los documentos y archivos. Sobra decir que esta idea era apuntar demasiado alto, la violencia disminuyó por un tiempo, pero se sabía que tras la calma siempre llega una tormenta, y sin mucha demora, tras el cambio de administración, la violencia tomó fuerza en múltiples sectores del país.
Pero, para esta oportunidad, quisiera apuntar al sector de la población que debe afrontar la violencia en su nueva forma de manera directa: los líderes sociales y los defensores de Derechos Humanos. La violencia siempre se mostró de forma evidente y mediática en el pasado, era un trabajo de reputación entre bandos el mostrar la cabeza del derrotado a fin de ganar adeptos hacia una causa en común. La lucha armada que hasta el momento se llevó con los distintos grupos guerrilleros y paramilitares era un trabajo mediático que destacaba por sus resultados en cifras de muertos del bando contrario y que mantuvo la seguridad en la ciudad a costa de las vidas de los civiles en las zonas rurales.
Ahora, con el cambio de lógica que trajo consigo el Acuerdo de paz con las Farc este tipo de violencia pública ha desaparecido para traer consigo una versión actualizada que encaja con las nuevas luchas sociales que comienzan a surgir de las zonas marginadas del país. Dejadas a un lado las armas de la guerra, el foco mediático es reemplazado por otro, en este caso, los reclamos por Derechos Humanos y justicia social que habían sido opacados por el ruido de las balas son los que se vuelven protagonistas.
Esta nueva violencia, sistémica y selectiva, se camufla entre los endebles muros de la seguridad en la nueva administración para llevar a cabo eliminaciones recurrentes y constantes que no son mostrados como señal de alerta por las respectivas autoridades, sino que se ignoran y se maquillan con el objetivo de disimular los golpes a la democracia que se dan cada que muere un defensor de Derechos Humanos o un líder social. Es una estrategia camaleónica que busca intimidar por medio de la muerte a los otros que pretendan abanderarse por alguna causa que se considere injusta.
En la actualidad, la violencia debe ser lo suficientemente pública como para que todos sepan que no debe existir resistencia frente a alguna arbitrariedad y, a la vez, bastante sutil como para dar paso al olvido que sigue a lo cotidiano. Todo esto, con la meta final de normalizar la muerte de aquellos que decidan movilizarse de alguna forma a favor de las comunidades marginadas.
Esta estrategia ha cobrado desde enero del 2016 hasta el 20 de mayo del 2019 un total de 702 vidas de defensores de Derechos Humanos y líderes sociales. Si bien las movilizaciones han ayudado a demostrar el inconformismo social, realmente la normalización camaleónica de la violencia ha logrado que las muertes de este tipo lleguen a las zonas urbanas, dejando en claro que la idea es perforar las capas de la cotidianidad de los ciudadanos hasta que se vea como común la muerte de aquellos que defiendan todo lo que esté relacionado con los mínimos de vida de los habitantes de alguna comunidad.
La apuesta por la vida siempre se consideró un deporte de alto riesgo en Colombia, cabe aquí ese viejo proverbio chino sobre el «vivir tiempos interesantes», es válido analizar con profundidad la forma en la que el miedo cala poco a poco en nuestra lógica de lo cotidiano, en la rutina de nuestra existencia, para poder conseguir un futuro donde defender el bienestar de la comunidad no sea razón para ser objetivo militar, en palabra de la filósofa estadounidense Martha Nussbaum: «el presente puede parecer un retroceso en nuestro avance hacia la igualdad humana, pero no es el apocalipsis y, en el fondo, no deja de ser una oportunidad para que la esperanza y el esfuerzo logren hacer mucho bien».
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